sábado, 9 de febrero de 2013

HEMINGWAY, EL VIEJO Y LA MAR DE LA HABANA


—El hombre no está hecho para la derrota —dijo—. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.

 
 No hace falta ninguna coincidencia para llegar a La Habana y tropezarse con Hemingway.

Se alojaba en el hotel Ambos Mundos.
  
En La Floridita también pude verlo con su sonrisa franca y abierta y su corpachón de aventurero sin freno.
Cuando llegué a la Bodeguita de Enmedio, su vaso, ya vacío de mojito, estaba todavía en la barra. "Se ha ido pronto", me dijeron, "mañana quiere salir a pescar".

 "Si tú quieres ir a pescar", me comentaron, "vete a Cojimar y pregunta por el viejo que navegó con Carlos Gutiérrez, patrón de la Pilar. Ahora se dedica a llevar turistas por Cayo Romano en su viejo bote". 

Llegué a Cojimar, pregunté por él y me señalaron una cabaña pequeña, de madera, que reflejaba grises haces de un pasado poco orgulloso. Se llegaba a ella por un camino de tierra marcado por las lluvias de la atardecida y estaba alumbrada por una vela con forma poco ceremoniosa. La Choza estaba hecha de las recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra, había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque le hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo su camisa limpia.

Era la hora de la cena, pero ni el olor ni el rastro se adivinada de ella. Llamé a la puerta, ajada por las veces que el sol de la mañana rompió durante tantos días y me presenté, recitando mi nombre y mis dos apellidos como si estuviera en la escuela. Ví en la casa todos los ritos de la pobreza sin saltarse ninguno; pero también se adivinaban todos los ritos del orgullo. Quise invitarlo a cenar, pero declinó mi invitación:

—¿Qué tiene para comer? — le pregunté.
—Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?
No. Comeré en en el restaurante ese que tiene un cartel sobre la puerta con un letrero escrito al carbón. ¿Quiere que le encienda la candela?
—No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el arroz frío.
 No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y los dos lo sabíamos.
—El ochenta y cinco es un número de suerte —dijo el viejo—En un principio no lo entendí.

Mañana temprano saldremos para Los Cayos, - me dijo-, igual cogemos un pez grande como el demonio. Yo siempre pensé que el demonio no entendía de peces. Pero quién sabe, a lo mejor el infierno tiene forma de océano. Entonces salimos mañana temprano. Me pareció que aquel viejo no tenía despertador. ¿Le despierto mañana temprano?, le dije.
—No, La edad es mi despertador —dijo el viejo—. ¿Por qué los viejos se despertarán tan temprano? ¿Será para tener un día más largo?
—No lo sé —, le dije —. Lo único que sé es que los jovencitos duermen profundamente y hasta tarde. Y le señalé a Jorge.
—Lo recuerdo —dijo el viejo—. Te despertaré temprano.

Al viejo, cada palabra que decía lo hacía parecer más sabio. Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte; y por orden de sus padres, el muchacho había salido en otro bote, que cogió tres buenos peces la primera semana.

Al viejo cada palabra lo hacía parecer más sabio, y ha sido el único hombre que he conocido que podía ser a la vez humilde y orgulloso sin que resultara desafinada tan contradictoria relación: Era demasiado simple para preguntarse cuándo había alcanzado la humildad, pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero.

Embarcamos en el bote antes que el amanecer y bogamos durante una hora acompañados por algo de viento. Unas pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar nos acompañaban. El viejo mirándolas con ternura dijo:
 
Las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar, cuando el océano es capaz de tanta crueldad? La mar es dulce y hermosa. Pero puede ser cruel, y se encoleriza muy súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas, son demasiado delicados para la mar.»
Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren.

 Cuidaba siempre de que sus sedales estuvieran verticales y sus manos ajadas en el trato con las artes parecían tan vivas que sonaban regeneradas a la vida:

«Pero —pensó el viejo—, yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no tengo suerte. Pero, ¿quién sabe? Acaso hoy. Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte, pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré dispuesto. Siempre listos, viejo.

El sol estaba en ese momento a dos horas de altura, y no le hacía tanto daño a los ojos mirar al este. Ahora sólo había tres botes a la vista, y lucían muy bajo y muy lejos hacia la orilla.
«Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente —pensó—. Sin embargo, todavía están fuertes. Al atardecer, puedo mirarlo de frente sin deslumbrarme. Y por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es doloroso.»
Justamente entonces, vino una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus largas alas negras girando en el cielo sobre él. Hizo una rápida picada, ladeándose hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego siguió girando nuevamente.
—Ha cogido algo —dijo en voz alta el viejo—. No sólo está mirando.
Remó lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando círculos.

Allí estaba el gran pez.
Luchamos dos días y dos noches contra el enorme pez, que se afianzó de través la sardina con un anzuelo virado. Bajó varias veces al fondo y el viejo daba y quitaba sedal según adivinaba la profundidad del océano por su color de brillanteces estratificadas.

Lo cachamos a paladas en el último instante y atado con un cabo decidimos arrastrarlo hasta La Habana. Vano empeño, pues los tiburones devastaron, durante la segunda terrible y agónica noche, nuestro codiciado tesoro. Cuando sólo quedaba del gran pez la cabeza; con el cuerpo, hasta el espinazo, devorado por los tiburones, vi que al viejo le rodaba una lágrima por la mejilla. El viejo se dio cuenta que yo había visto esa lágrima, se puso de pie en el bote y volvió a asegurar la cabeza del gran pez y el espinazo ya sin carne con un cabo. Me miró y dijo:

—El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.


El viejo pescador de Cojimar era una jodida biblioteca dentro de un bote que navegaba por Los Cayos y cuya vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
Cuando atracamos en La Habana, me despedí, cogí mis bártulos y me fui a La Floridita a tomarme un mojito, que me lo había ganado.


Seguramente, el viejo ya habrá muerto y me da por pensar que no sólo en África, cuando muere un anciano, se quema una biblioteca.




La primera fotografía es de La Habana, una ciudad llena de vida, ritmo y poesía. La hizo mi fotógrafa particular desde el hotel.
La segunda corresponde al hotel Ambos Mundos, donde Hemingway de vez en cuando se deja ver, y en una de cuyas paredes, entrando a la derecha, dejó el escritor unas cuantas fotos.
Las siguientes corresponden a una navegación hacia Los Cayos. No volví a ver un gran pez, pero nos persiguió la tormenta como si tuviesemos alguna culpa por su muerte.
La última es de La Floridita, como explica en su letrero, la cuna del Daiquiri. A veces cuna (principio) y ,a veces, fin. Las dos son buenas opciones. Hay otros muchos sitios donde tomar Daiquiris más baratos. 

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