viernes, 3 de mayo de 2013

OSCAR WILDE, UNA VIDA IGUAL A LA DE LAS FLORES

Llegamos a la aduana de Nueva York en uno de esos vapores babilónicos en los que miles de desgraciados europeos huían del hambre, la pobreza y la esclavitud buscando una tierra de promesas para encontrar aquí otro tipo de sacrificio. Un sacrificio del alma y del cuerpo.

Veníamos de Londres, donde ya se reían, y mucho, del poeta Postlethwaite, que es el nombre con que lo hizo famoso a los dos lados del Atlántico ese panfleto victoriano, el Punch, cuyas reglas castraban a los hombres y a las mujeres del Imperio. Pero mi maestro era un Dandy. Todavía no había conocido al nefasto Bosie; ni a su padre, el viejo estirado marqués de Queensberry que lo llevaría a la cárcel de Reading y que se atrevió a dejarle una nota en el club Albermarle dirigida "A Oscar Wilde, que tanto presume de ser sodomita".

En la aduana los aduaneros miraban a los inmigrantes como si fueran unos desharrapados llenos de pulgas y miserias, con ese gesto valiente y perverso que tienen quienes se enfrentan a los débiles; y, acaso, sin recordar cómo llegaron sus abuelos a esa tierra de promisión.
El aduadero miró al maestro, lo ve fuerte, alto, de ojos azules y se fija en su corbata azul. Debe ser el único hombre del mundo que viste una corbata azul, a juego con sus ojos. Nadie ignora que los hombres de bien sólo visten corbata negra. Nosotros pobres artistas tenemos que dejarnos ver en sociedad de tanto en tanto, lo suficiente como para recordarle al público que no somos unos salvajes. Con un frac y una corbata blanca, cualquiera, hasta un agente de bolsa, puede lograr que se le califique de civilizado. Ya se había puesto el traje de Dorian Grey.

Yo llevaba todas sus maletas y él en sus manos sólo portaba un guante blanco. Uno sólo. El de la mano izquierda. El aduanero altivo, poniéndole nombres en su mente, lo miró tres veces, su sentido común negaba lo que veían sus ojos, al final le preguntó como a todos:  "¿Tiene algo que declarar?". A lo que el maestro le responde retador: "Nada, a excepción de mi talento".
Imaginen la cara que puso, colocó el sello en la hoja, que es un signo de poder desde los tiempos de Roma y tuvimos franca la entrada en Nueva York; yo cargado hasta las cejas con su baúl y sus pertrechos y él agarrando con suavidad su guante blanco con la mano izquierda.

América lo recibió como reciben los nuevos ricos llenos de complejos todo lo que llega de fuera; con el mismo plumaje con el que ya lo definían en Inglaterra y que hicieron suyo porque ese escarnio venía sancionado por Londres, signo claro de ese complejo de inferioridad cultural que todavía se respiraba en las excolonias norteamericanas.

Mi maestro ofreció varias conferencias en Nueva York y en Washington. Todas brillantes, como sólo él sabía hacerlo, en las que se declaró enemigo de la burguesía, ahondando en manifestaciones retadoras y descaradas contra toda esa hipocresía de chaqueta y corbata que a veces lo adulaba, y otras lo odiaba hasta la muerte, como cuando les espetó en su cara que la conciencia y la cobardía eran en realidad la misma cosa, y que no era su conciencia lo que los movía, sino su cobardía, y que podían conocer el precio de todo pero nunca sabrían el valor de nada. En una de ellas, en la que tuvimos que salir custodiados hacia comisaría, conocimos a José Martí, que le dedicó una fina y realista estampa al maestro en sus Escenas de Estados Unidos y que envió a publicar en La Opinión Nacional, motivo que me hizo ir a visitarlo años más tarde en su casa de La Habana.

Después de aquella experiencia americana volvimos a Londres. Problemas económicos lo obligaron a casarse,  aunque siguió viviendo de la polémica y de la retórica. Tratamos a Mallarmé, a Lorrain, a Moréas, y hasta a un alcoholizado Verlaine en un viaje relámpago que realizamos a París, que se sorprendió y, mucho, con su talento. También tratamos a amistades equívocas de jóvenes artistas. Yo seguía fiel. Mereciendo alguna vez la gracia de recibir de su mano alguna limosna literaria.

Fue en el otoño de 1891 cuando mi maestro conoce a Bosie, Lord Alfred Douglas, un estudiante de Oxford de ventiún años que lo encandiló desde el primer día y lo arrastró a las profundidades:
Y es que las verdades son siempre más pequeñas que sus manifestaciones. La mutación de un átomo puede tal vez conmover al mundo.
Y para que veas que no soy más indulgente conmigo  que contigo, añadiré todavía esto: tu conocimiento, tan peligroso para mí, fue aún más fatal a causa del momento especial en que tuvo lugar. Pues tú te hallabas en la edad en que todo cuanto uno hace no es sino arrojar la semilla, y yo me hallaba en la edad en que todo cuanto uno hace no es sino recolectar lo sembrado.

Se equivocó en todo; pensaba que la vida había de ser una comedia ingeniosa, y tú, Bosie, uno de sus graciosos protagonistas; y se encontró que es una repulsiva e indignante tragedia , y con que tú, Bosie, una vez caída la máscara del placer y la alegría, que lo mismo a ti que a mí podía habernos engañado y equivocado, eras el instrumento que la impulsaba hacia las grandes catástrofes, funesto a causa de la tensión de sus anhelos y de la fuerza de su comprimida energía.

Instigado por Bosie y, contra mi opinión, se querelló contra el padre de éste, cuando en público le dijo al maestro que dejara de alardear de ser sodomita. "Maestro", le dije, "el marqués de Queenberry es demasiado poderoso y no están las épocas para defender causas imposibles". Yo temía por él y ni siquiera recibí una caricia; pero no me importaba. Me contestó con una frase de El retrato de Dorian Grey: Todas las precauciones son pocas cuando se trata de elegir enemigos. Yo no tengo ni uno sólo que sea estúpido. Se comportaría como un Dandy hasta para ir al infierno.

Contra toda justicia poética el estirado noble fue absuelto y mi maestro declarado culpable. dos años de prisión en la cárcel de Reading. Nada más indigno para él que cuando tuvo que darle ante el juez al padre de Bosie, marqués de Queenberry, la satisfacción de declararse arruinado y con su vida deshecha. Él, el gran Óscar Wilde. He tenido que vender mis dibujos de Burne Jones, de Whistler, mi Monticelli, mis Simeón Salomón, mis porcelanas, mi biblioteca, con sus ejemplares dedicados por casi todos los poetas de mi tiempo, desde Hugo hasta Withman, desde Swingburne hasta Mallarmé, y desde Morris hasta Verlaine. Qué no daría yo por tener esos libros dedicados. Pero todo desapareció en la tormenta de su ruina. Miró a Bosie, al terminar la audiencia y le dijo: Sólo nos hemos encontrado en el lodo. Pero, nunca, ni durante un segundo, llegas a ver claramente, que no es tu padre, sino tú quien me ha traído a esta cárcel. Lloré lágrimas de arena esa noche. Sentí mucho no haber sido nunca más bello que Lord Alfred Douglas, Bosie, por quién mi maestro perdió sus huesos.

Cuando salió de la cárcel de Reading, yo lo esperaba. Me dio su maleta para que se la llevara y dos manuscritos, el De profundis, donde relataba su terrible relación con Bosie, maldito Lord Alfred Douglas, hijo del encopetado y cabrón marqués de Queenberry, y La Balada de la Cárcel de Reading:

¡Y sin embargo, sepan todos,
cada hombre mata lo que ama.
Los unos matan con su odio,
los otros con palabras suaves;
el que es cobarde con un beso,
y el valiente con una espada!

Salimos de Londres, enfermo y en la ruina, hacia Nápoles donde mi maestro vivió con nombre falso. Allí vuelve a encontrase con el maldito Bosie. ¿Es que todavía no había aprendido? ¿Qué podía haber en su corazón? Vivíamos de la caridad. Al año siguiente nos fuimos a París, en medio de una enorme miseria. Volvió a encontrarse con Bosie en Suiza y en la Riviera Italiana. La amargura que comenzó a hacerse dueño de él tras su ingreso en prisión estaba dando sus frutos. El maestro era ya sólo una sombra de sí mismo. Fui durante bastante tiempo el más feliz de los hombres, y por eso debo ser ahora el más desgraciado.
Tras una terrible, terrible agonía; que yo vi su sufrimiento; murió en París en la miseria. Poco antes de morir, borracho y lleno de morfina, dejó caer la última gota de su talento cuando le escribió al señor Ross: Voy a morir como he vivido, siempre por encima de mis posibilidades.
Yo, como siempre, estuve a su lado hasta el final sin recibir ni una caricia. Y recuerdo a un tal Borges que no sé si conoceré nunca:

Qué no daría yo por la memoria
de haber oído a Sócrates
que, en la tarde de la cicuta,
examinó serenamente el problema
de la inmortalidad,
alternando los mitos y las razones
mientras la muerte azul iba subiendo
desde los pies ya fríos.

Abrí su manuscrito titulado De Profundis y no pude menos que llorar al ponerme a leer.














Las cuatro primeras fotos son de Londres: el Parlamento, el Liberty, el Big Ben y una tarde en el mercado de Candem Town.

De la foto en el mercado de Candem Town, no tengo más remedio que hablar. El mercado de Candem Town es un lugar que hay que visitar cuando se viaja a Londres.

Situado en lo que eran antiguas fábricas y almacenes junto al canal, con un poco de imaginación, no resulta difícil percibir, en sus recovecos de ladrillo antiguo y tejados de pizarra negra, el Londres decimonónico de niebla, humo y oscuridad y esa podredumbre que tan bien aparece reflejada en las novelas de Charles Dickens o Sherlock Holmes. Pero el mercado de Candem Town es mucho más que eso: es un punto de encuentro de tribus urbanas, es el lugar en el que en los años 70 unos hippies decidieron sacar sus puestos a la calle, un lugar donde puedes comer de todo, sobre todo en la zona de Stables Market, y es ese lugar donde te sientes a la vez excluido y parte de él. Un buen sitio para perderse.

Antes que nada debo decir que yo creo en las señales. Si lees algo de la Biblia, del Corán, del Talmud, la Cábala, el Clásico de los Ritos o los cuatro Vedas no tienes más remedio que creer en las señales. En Candem Town entre punkies, góticas, y otras tribus urbanas, creí ver una señal. Iba vestida de blanco. Así que le pedí que me permitiera hacerle una foto. Aceptó la fotografía y aceptó tomar algo en un garito del Stables Market. Como dice Borges, todo hombre se merece que, por una vez, Helena de Troya se fije en él. Me pregunté qué debía tomar yo en el bar para que Helena de Troya se siguiera fijando en mí: ¿una cerveza?, pensé, demasiado común, y la espuma en el bigote...; ¿una copa?, si empiezo tomando alcohol...; ¿un vermuth?, demasiado pijo...; ¿un zumo de piña?, ¿quién demonios toma un zumo de piña en Candem Town?
Hace poco en el Alcampo, donde Jorge y yo dedicamos media hora a la lectura en el pasillo de libros y comics antes de hacer la compra, tropecé con un libro que relataba un dilema parecido en la piel del protagonista. El libro, La Delicadeza; su autor, David Foenkinos:

Le preguntó qué quería tomar. Su elección sería decisiva. Pensó: si pide un descafeinado, me levanto y me voy. No se podía tomar un descafeinado en esa clase de cita. es la bebida que menos cuadra con una reunión distendida y agradable. El té tampoco es mucho mejor. Nada más conocerse se crea una atmósfera como sosa y sin gracia. Se palpa en el aire que las tardes de los domingos se pasarán viendo la televisión. O peor aún en casa de los suegros. Sí, sin lugar a dudas, el té crea como una atmósfera de familia política. entonces ¿qué? ¿Algo con alcohol? No, a esa hora no pega. Da mala espina una mujer que se pone a beber así, sin venir a cuento. Ni siquiera una copa de vino tinto. Francois seguía esperando a que eligiera lo que quería tomar, y proseguía así su análisis líquido de la primera impresión femenina.

¿Qué más quedaba? La Coca Cola o cualquier otro tipo de refresco... No, no podía ser, eso no era nada femenino. Ya puestos que pidiera también una pajita, no te digo. Por fin, Francois decidió que podía estar bien un zumo. Sí, un zumo es algo simpático. Queda bien pedir un zumo, no resulta demasiado agresivo. Da una impresión de chica dulce y equilibrada. Pero, ¿qué zumo? Mejor evitar los de toda la vida, el de manzana o el de naranja, esos están muy vistos ya. Hay que ser un poquito original, pero sin caer en la excentricidad. De papaya o de guayaba, no, eso da como miedo. Lo mejor es elegir algo a medio camino, como el albaricoque, por ejemplo. Eso es. Si elige para tomar zumo de albaricoque, me caso con ella.

Nathalie levantó la vista como si saliera de una larga reflexión. La misma reflexión en la que había estado sumido el desconocido sentado en frente de ella.

 - Voy a tomar un zumo...
...un zumo de albaricoque, creo."

Francois la miró como si no fuera real del todo.

Tengo que decir que la chica de blanco que sale en la fotografía, en el Cuban de Candem Town, pidió un ...¡zumo de albaricoque!

No he pasado una mala semana releyendo El Retrato de Dorian Grey y el De Profundis de Óscar Wilde, y La Delicadeza. 

1 comentario:

  1. Escribe Bertolt Brecht en el "Libro de los Cambios", sobre la conducta de los homosexuales:

    A menudo se reprocha a los homosexuales que, cuando hablan con sus amigos, adopten un comportamiento amanerado y ridículo para todo el que se sienta sobrio. Pero, ¿acaso los hombres se comportan de otra forma con las mujeres? Habría, pues, que combatir los comportamientos amanerados y la exhibición de los éxtasis y arrobamientos donde quieran que se manifiesten, o bien tolerarlos allí donde aparezcan".

    Yo me quedo con Oscar Wilde antes que con el marqués de Queenberry.

    Además como también leí alguna vez y me quedó en la memoria (más o menos): Alcibiades (el gran general Alcibiades) amó a Sócrates; Alejandro a Hefestión (levántate mujer que Hefestión también es Alejandro)y Aquiles a Patroclo (reduciré, por tu muerte, a cenizas la ciudad de las altas torres).

    También me quedo con Sócrates, con Alejandro y con Aquiles: Jamás combatiría contra ellos, la derrota es segura.

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