jueves, 21 de agosto de 2014

AKHENATÓN, EN MANOS DE NAGUIB MAHFUZ


Llegué a El Cairo con Naguib Mahfuz para pasar dos semanas en El Callejón de los Milagros y, sin saber cómo, acabamos descendiendo por el Nilo, primero hasta Tebas, y luego hasta Amarna. “No”, me dijo, “no vamos a Amarna; vamos a Akhetatón”. Menos mal que antes de salir me leí su libro, en el cual relataba la historia del Hereje y de aquella maravillosa ciudad, horizonte de Atón, que éste mando construir para que la pena se comiera a Tebas y a sus dioses. La divisamos desde el barco. Agazapada entre el Nilo a Poniente y la colina a Oriente, desnuda de árboles, sus calles vacías, sus puertas y ventanas cerradas como párpados caídos.

Encontramos al Hereje solo, declarando que su dios, su único dios, no lo abandonaría. Lo sabíamos condenado, pero él insistía que nunca traicionaría a su dios, que sólo el amor lo puede todo y que sólo con amor se puede cambiar el mundo. En ese momento supe que el sacerdote de Amón, que siempre echaba espuma por la boca cuando hablaba de él, no nos había contado la verdad:
El Hereje es de padre desconocido. Su hombría es dudosa, afeminado… Como su padre se casó con una mujer del pueblo que reunía en su persona como madre, una ambición desmesurada y cierto libertinaje. Era débil hasta el límite de odiar a los fuertes, fueran hombres sacerdotes o dioses. Se inventó un dios a su imagen y semejanza, débil y afeminado, padre y madre a la vez, y le atribuyó una sola función: el amor.

Que el hijo del Faraón Amenhotep III, que debía reinar con el nombre de Amenhotep IV, fuese quien iniciara la revolución en el Egipto del Imperio Nuevo era impensable. ¿Una nueva religión basada en el amor? Todos los resortes de poder en el país del Nilo, en la nación que gobernaba el mundo desde el Mar Muerto a las montañas de la Luna, temblaron al verse reconocidos en los ojos de aquel nuevo Faraón.

Como escuché decir al sacerdote de Amón: aquel cuerpo enfermizo tenía poderosas inclinaciones secretas y ardientes obsesiones que hacían presagiar las peores consecuencias. Corren rumores sobre un nuevo dios, hasta ahora desconocido, que se ha aparecido al espíritu del heredero y le ha exigido que lo adorara como al único dios verdadero de la creación, a él y sólo a él; y cualquier otro dios es falso.

Desde ese momento el sacerdote de Amón no vivió más que para acabar con el Faraón y con esa loca idea acerca de cambiar el mundo sólo con amor: “No había visto nunca un sabio que despreciara la sabiduría como tú, sacerdote de Amón”. El adorador de Amón contestó: “No desprecio la sabiduría pero la considero inútil si no se apoya en la fuerza”. En ese momento supe que el Faraón, el hereje, estaba perdido.

Pero Amenhotep IV no cejó en su empeño de renovar el alma de Egipto. ¿Una religión basada sólo en el amor? Cambió su nombre por el de Akhenatón, abandonando Tebas acompañado de un grupo de jóvenes pertenecientes a la flor y nata de la sociedad. Era un grupo sorprendente llenos de deseos revolucionarios. Se dirigían a sus propios esclavos, en las plazas o en los campos, con palabras afables y amistosas que los dejaban perplejos. Sin duda esperaban tener que rendir cuentas ante un dios poderoso que los miraría de arriba abajo, o quizá no los miraría en absoluto. Por donde pasaban acusaban a los hombres de religión, se burlaban de sus prácticas y despreciaban sus rituales, que incluían sacrificios humanos, y ellos anunciaban al dios único, la energía existente en lo más íntimo de la creación, la energía creadora de todo por igual, que no distinguía entre siervos y señores en Egipto. Y todo eso de la mano de un Faraón. Al que amenazaron porque estaba arrancando el imperio de cuajo para esparcir sus restos al viento. Desde entonces le prometí fidelidad a Akhenaton y pensé como él que sólo con bondad se puede arreglar el mundo. Por eso ahora estamos los tres solos (el Faraón, Naguib Mahfuz que fue quien me ha traído y yo) en este palacio de la ciudad, ahora abandonada por todos, que mandó construir para ofrecérsela al nuevo dios. Todos lo han desamparado, hasta su esposa, la reina Nefertiti, que siempre estuvo a su lado y sobre la que se han vertido mil infamias para horadar el espíritu del Faraón. No lo han conseguido, el espíritu de Akhenaton permanece inalterable: ¿Por qué la gente inteligente cree tan firmemente en el mal?

Pronto corrieron las noticias sobre la corrupción de los funcionarios y, en los mercados, los lamentos de los pobres llegaron a nuestros oídos. Sin castigos ante los delitos, porque el Faraón no creía en esa forma de arreglar la sociedad; las leyes y el orden se convirtieron en papiro mojado sin valor alguno. Luego, se supo que los pueblos sometidos se estaban rebelando, y que los enemigos acechaban en las fronteras del imperio. Su consejero Ay insistía: Debes limpiar el interior y enviar el ejército a las fronteras a defender el imperio. A lo que él contestó: Mi arma es el amor, Ay, ten paciencia y espera.

“Señor, este mundo es un valle por donde no sólo transitan almas buenas, todos lo sabemos”, le dijo el general Horemheb, que veía cómo se deshacían, igual que la arena en el Nilo, todas las fronteras de Egipto. “Estás llenando de viento el Imperio y lo estás dejando desarmado”. A lo que él contestó: “el amor lo puede todo y dios no nos desamparará”.

Espera sentado en tu trono y no hagas nada; Verás lo que ocurre. ¿Sabes qué quieren hacer contigo? Yo te lo diré, lo escuché de labios del consejero Tutu, que hervían de odio: estoy convencido que un crimen que escapa a su merecido castigo no hace más que cimentar el pecado, debilitar la fe en la justicia divina y sentar la base de otros crímenes. Hace falta sangre para contentar a Amón. Ese crimen era el tuyo.

Están buscando tu muerte y tu desaparición; y tú, mientras tanto, anuncias, primero, que no crees en los falsos dioses, más tarde, haces suprimir el culto y distribuyes sus riquezas entre los pobres; sin preocuparte de las tretas de la política, mientras te tachaban de loco y de embaucador: “yo voy a ofrecer las fuerzas del mal como sacrificio a los dioses, rompiendo las cadenas que atenazan a los que no tienen poder”. Cómo podía hablar así un Faraón del nuevo Imperio de Egipto. ¡Es un loco!, gritaban. ¡Es un loco! Acabará con los bienes que nos legaron los tiempos y marchitará la sociedad egipcia hasta su extinción. ¡Es un loco!

Quiero quedarme con él hasta el final, se ha quedado solo, todos le han abandonado, hasta Nefertiti, por miedo, y como una bandada de hipócritas, igual que antes lo adulaban ahora lo repudian. ¡Es el faraón de Egipto! No lo olviden, que bien lo seguían babeando cuando recorría las calles de Akhetatón en compañía de la reina, sin la guardia, hablando con la gente, rompiendo las tradicionales barreras entre el trono y el pueblo, llamando siempre a la devoción y al amor, todos desde los ministros hasta los empleados de la limpieza cantaban los himnos en honor del dios único.

Quiero quedarme con él hasta el final, pero me han obligado a marcharme de Akhetatón, la maravillosa ciudad, horizonte de Atón. Van a matarlo pronto, porque lo han dejado solo, solo, solo. Y sin testigos es más fácil el crimen.

Posteriormente nos dirán que la enfermedad terminó con él. La verdad es que lo dudo mucho, más bien creo que manos pecadoras se cernieron sobre él en su soledad y separaron su cuerpo de su espíritu puro y eterno. Murió sin saber que me obligaron a abandonarlo, y estoy seguro de que ése fue el caso de Nefertiti.
















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