sábado, 20 de septiembre de 2014

EN LA MUERTE DE ARTEMIO CRUZ




Cuando Artemio Cruz empezó a morirse me llamaron urgentemente.
De entre todas las agonías a las que he asistido, la de Artemio Cruz fue la más extraña. No porque fuera muy original, ya que, según dicen, todos echamos un vistazo a nuestro pasado cuando llega ese tránsito en el que unos parece que ven la luz y otros las sombras. Pero es que, a Artemio Cruz, el recuento de su vida se le llenó de saltos en el tiempo y de voces que regresaban de su pasado para que no olvidara cómo se había apoderado de las vidas, haciendas y almas de sus semejantes:   

Encenderás un cigarrillo, a pesar de las advertencias del médico, y le repetirás a Padilla los pasos que integraron esa riqueza. Préstamos a corto plazo y alto interés a los campesinos del Estado de Puebla al terminar la revolución; adquisición de terrenos cercanos a la ciudad de Puebla, previendo su crecimiento; gracias a una amistosa intervención del Presidente en turno, terrenos para fraccionamientos en la ciudad de México; adquisición del diario metropolitano; compra de acciones mineras y creación de empresas mixtas mexicano-norteamericanas en las que tú figuraste como hombre de paja para cumplir con la ley; hombre de confianza de los inversionistas norteamericanos; intermediario entre Chicago, Nueva York y el gobierno de México; manejo de la bolsa de valores para inflarlos, deprimirlos, vender, comprar a tu gusto y utilidad; jauja y consolidación definitivas con el presidente Alemán: adquisición de terrenos ejidales arrebatados a los campesinos para proyectar nuevos fraccionamientos en ciudades del interior, concesiones de explotación maderera.

Artemio, que yo no sabía si, de verdad, se estaba muriendo o no, me dijo que nada tenía de lo que avergonzarse, pues él también fue hijo de un hacendado (y una mulata) que lo perdió todo asesinado por los lebreles de un nuevo cacique:

¿Vienes a decirme que ya no hay tierras ni grandeza para nosotros, que otros se han aprovechado de nosotros como nosotros nos aprovechamos de los primeros, de los originales dueños de todo? ¿Vienes a contarme lo que sé, en mis adentros, desde la primera noche de mi vida?

No, Artemio, no vengo a pedirte que te arrepientas de haberte aprovechado de la revolución, de haber traicionado a Gonzalo Bernal, hijo de Gamaliel Bernal y hermano de Catalina, que dice que nunca te amó o al menos nunca pudo perdonarte, porque tú sustituiste a su hijo y hermano, fusilado por unas bellas ideas que terminaron asfixiadas en los filos de los caudillos que emergieron de la revolución para acabar devorándose entre ellos: Villa, Zapata, Carranza, Obregón, Huerta...:

Una revolución empieza a hacerse desde los campos de batalla, pero una vez que se corrompe, aunque siga ganando batallas militares, ya está perdida. Todos hemos sido responsables. Nos hemos dejado dividir y dirigir por los concupiscentes, los ambiciosos, los mediocres. Los que quieren una revolución de verdad, radical, intransigente, son por desgracia hombres ignorantes y sangrientos. Y los letrados sólo quieren una revolución a medias, compatible con lo único que les interesa: medrar, vivir bien, sustituir a la élite de don Porfirio.

¿En eso ha quedado la revolución?

Si eso es la revolución, no más: lealtad a los jefes.
Sí. Hasta el yaqui, que primero salió a pelear por sus tierras, ahora sólo pelea por el general Obregón y contra el general Villa. No, antes era otra cosa. Antes de que esto degenerara en facciones. Pueblo por donde pasaba la revolución era pueblo donde se acababan las deudas del campesino, se expropiaba a los agiotistas, se liberaba a los presos políticos y se destruía a los viejos caciques. Pero ve nada más cómo se han ido quedando atrás los que creían que la revolución no era para inflar jefes sino para liberar al pueblo. 

Tú lo aprendiste antes que los demás, Artemio, tal vez porque la revolución te arrebató pronto a Regina, la mujer que te siguió como Adelita, por tierra y por mar, trás de tus pasos por la cordillera como un perrito obediente: El amor de Regina pagaría la culpa del soldado abandonado.

El médico pincha el estómago de Artemio, pero él no se preocupa por una muerte lenta porque sabe que sólo la muerte súbita es de temerse; por eso los confesores viven en casa de los poderosos.

Parece que va dejando atada su vida anterior: su mujer Catalina ha vivido, si eso es vivir, culpándolo de todo: la muerte de su hijo, la de su hermano, la quita de toda su hacienda que pasó a sus manos como un nuevo usurpador que les trajo la revolución. Su hija sólo lo quiere ver muerto y encontrar un testamento que él se ha dado a esconder, esbozando una media sonrisa de moribundo. Padilla, su hombre de confianza, persigue su voz con una grabadora. Y, sobre todos planea la sombra de la ambición y el poder, que en eso ha quedado nuestra revolución, como les pasa a todas:

El poder vale en sí mismo, eso es lo que sé, y para tenerlo hay que hacer todo ... pero no quisiste decirle cuánto significaba para ti porque quizá hubieras forzado su afecto.

Artemio se va muriendo poco a poco vomitando excrementos, mientras su vida la cuentan tres personas: Yo, tú y él; como una trinidad surrealista que da una forma a las memorias difícil de igualar.

Artemio se va muriendo llamando a Regina, su único amor:

Amé a Regina..., se llamaba Regina y me amó ... me amó sin dinero ... me siguió, me dio la vida ... allá abajo ... Regina, Regina ... cómo te amo ... cómo te amo hoy ... sin necesidad de tenerte cerca ... cómo me llenas el pecho de esta satisfacción ... cálida ... cómo ... me inundas ... de tu viejo perfume ...

Empezó a hacerse de noche y a los pies de su cama escuché esta conversación:

-Mire, doctor: se está haciendo ...
-Señor Cruz ...
-¡Hasta en la hora de la muerte debía engañarnos! 







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