domingo, 8 de mayo de 2016

EL CAUDILLO, INFINITO BORGES


En los salones del Palacio de Linares, concretamente en la biblioteca Onetti, me crucé con su padre. Llevaba en la mano un libro, que yo había perseguido durante muchos años desde que descubrí su existencia: El Caudillo, impreso en la Mallorquina en los años de la Primera Gran Guerra, cuando esa familia buscaba por Europa, desesperadamente, una cura para la ceguera del patriarca que, aparte del amor a los libros, le entregó a su hijo la ceguera.


El ejemplar de El Caudillo, firmado por Jorge Guillermo Borges, que yo había visto antes no era ninguno de los pertenecientes a aquella primera, limitada y mítica edición impresa en Palma de Mallorca. Ésta era una edición de la Academia Argentina de Letras, hecha en Buenos Aires en el año 1989 y con prólogo de Alicia Jurado, posiblemente visado y corregido por su hijo, ciegos los dos.

Siempre pensé que, buceando como un paciente relojero en la biblioteca de su padre, yo llegaría a ser el Pierre Menard de Borges y que terminaría escribiendo los mismos textos, con iguales palabras, la misma minuciosa puntuación y la misma exacta materia.

Leí todos los libros de la biblioteca de su padre: Kipling, Wells, Conrad; las maneras de amar, morir, envejecer y tratar a las mujeres escritas por Shopenhauer; los tomos de Macedonio Fernández, la poesía de Carriego, una Eneida de Virgilio, las treinta primeras páginas de Los Hermanos Karamazov, a Víctor Hugo, Zola, Flaubert, Guy de Maupassant, Daude.
En mis estanterías no falta un mate de plata con un pie de serpiente, que le arramplé a un argentino, que cumplía con su deber en Zagreb. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón, y que perteneció a mi abuela Magdalena y, posiblemente, al capitán Pascual Pareja, que escribió conmigo La Máquina del Mundo.

En el armario de mi cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balcánicos, en serbocroata y que compré en un tiempo, no muy lejano y duro, cuando comprobé en mi piel cómo soplaban de fuerte el buro y el yugo.

Así que cuando vi, que una de las codiciadas piezas que me faltaban la tenía al alcance de mi mano me hice el desentendido, restándole importancia al manuscrito, y me sentí como aquel viejo soldado que en el alcaná de Toledo se encontró con la obra de un árabe de nombre Cide Hamete Benengeli  y que los orientalistas ignoraban, salvo en la versión castellana. Ese libro era mágico y registraba de forma profética los hechos y palabras de un hombre desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que ocurriría en 1614. Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado, como se lee en el sexto capítulo.

Y en la puerta de la biblioteca Onetti, me crucé con él. Era su padre, Jorge Guillermo Borges, autor de El Caudillo; estaba seguro, pues su ceguera y su acento criollo lo delataban.
Me dije, mirando sus manos: ¡ahí está El Caudillo, la edición Mallorquina! Me entretuve, para hacer tiempo, hablando con Rafael Flores, Blas Matamoro y Javier de Navascués. El director del Museo del Escritor, Claudio Pérez Míguez, andaba entretenido disertando sobre las piezas únicas que custodiaba y su exposición.
No me fue difícil, a un hombre ciego y con la pesadez de los años, arrebatarle ese ejemplar único de El Caudillo. Aproveché unas risas, un poco de sed por su parte y un descuido común a la noche para quitárselo.

Aquí lo tengo en casa, escondido, detrás de dos filas de libros y encuadernado en papel de periódico, junto a un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balcánicos, y otros volúmenes que guardo sólo para mis ojos. La nibelunga que duerme conmigo no sabe que existen. No es bueno que lo sepa todo. Mientras tanto, pienso que cada vez estoy más cerca de ser Norberto Ruiz Lima, autor de El Aleph: La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo...  No he empezado mal, no señor. 



4 comentarios:

  1. Madre mía, pones los dientes largos a cualquiera que le gusten los libros. Hasta Tácito. Qué maravilla. Enhorabuena, Norberto.
    Balbina Martín.

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  2. Gracias, Balbina, Todos andamos entre recuerdos y palabras. Las mías son palabras de otros. Borges o Tácito. ¡Qué más da!
    Un fuerte abrazo y gracias por leer estas letras que no merecen tanta atención.

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  3. Estimado Norberto:
    Me tomo el inmenso atrevimiento de escribirle porque ví que colocó un voto positivo en la presentación de mi novela "Solo una partida de ajedrez" en el blog "Publicita tus libros con libertad".
    Me encantaría hacerle llegar una copia electrónica de la misma. Estoy años luz -atrás por supuesto- de las eminencias que pueblan su biblioteca. No obstante, tal vez encuentre en mi novela algo de valor o interés.
    Le dejo mi dirección de mail
    gustavoantonioaponte@gmail.com
    Desde ya muchas gracias por su atención.

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    1. Hola Gustavo, encantado de que me escribas. No soy nadie para juzgar, tal vez para leer como cualquier otro lector, que es todo lo más he hecho en mi vida. Me pondré en contacto contigo en cuanto pueda por si te pudiera ayudarte en algo.
      Un fuerte abrazo.

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