domingo, 16 de diciembre de 2018

LA MÁQUINA DEL TIEMPO DE WELLS, UNA HISTORIA DISTINTA QUE SOÑÉ


De mi triste bachiller de Ciencias, de mis oscuras oposiciones basadas en las Matemáticas, la Física y la Química; y  de la carrera que cursé, con más pena que gloria, con las asignaturas esenciales de Cálculo, Álgebra, Física y Electrónica; saqué en claro que había dos conceptos más literarios que ninguno en el mundo de la Ciencia: la velocidad de la luz con su valor constante universal en el vacío, capaz de remover el tiempo, y la entropía que mide el desorden de todo sistema y al que va abocado todo equilibrio.

La luz, la imponderable luz, ese bien que a la hora de morir invocan los poetas: ¡luz, quiero morir con más luz!, tiene el secreto del tiempo. Del movimiento hacia el futuro, en mi opinión, nunca hacia el pasado, ya que la luz, llave del origen del universo y del fuego prometeico, ese bien imponderable, que fue lo primero que creó Dios con su inconmensurable sabiduría, como el arte no tiene más sentido posible que la vanguardia y no es una de sus características cambiar su sentido en el tiempo.

Y si de ser un viajero en el tiempo se trata, lo primero que tiene que hacer un joven es ir a la biblioteca que le cae más a mano, buscar en el fichero de la W, y sacar la tarjeta que le indicará en qué estantería se encuentra el libro de Wells, H. G. , La Máquina del Tiempo.

Sin duda, ya ha habido viajeros en el tiempo; y sus huellas, como flores esparcidas en el campo y traídas en bolsillos de chaquetas antiguas, están por todos lados. Si fuera posible, cosa que dudo, que la luz nos lleve al pasado, yo escogería los tiempos del Griego y el Latín clásicos; podría uno aprender el Griego de los propios labios de Homero y de Platón. Aunque igualmente me suspenderían con seguridad el primer curso, como cuando me adentré en los estudios de Filología abominando de las ciencias, ya que los sabios alemanes han mejorado tanto el Griego.

Pero como no hay más viaje en el tiempo que hacia el futuro, me adentraré en el ocaso de la humanidad, en sus últimos días; donde la fuerza, resultado de la necesidad, no ha dejado de construir muros y alambradas, y  haya desaparecido en su superficie; y bajo las nuevas condiciones de bienestar y seguridad perfectos, esa bulliciosa energía, que es nuestra fuerza llegaría a ser debilidad. Por contra, una nueva especie de hombres, desarrollada con los siglos, la industrialización y el progreso, los necesitados, los que siempre han vivido en la oscuridad, la pobreza y las sombras, se esconderán en las cuevas y bajo la tierra, donde nadie pueda ver su inexistencia, esperando la caída de la noche. El hombre del mundo superior había derivado hacia su blanda belleza y el del mundo subterráneo hacia la simple industria mecánica.

Pensé en el gran miedo que separaba a las dos especies. En el ocaso de la Humanidad al hombre superior no le quedaba más que la trágica extinción, pues sólo le habían garantizado la riqueza y el bienestar; y al hombre de las tinieblas le quedaba la noche, la vida y el trabajo. Eso se llama Revolución.

Me quedé dormido con el libro de H. G. Wells entre las manos. Al despertar, vi que había sudado y que lo que yo imaginé fue una historia distinta del Viajero en el Tiempo. La luz y la entropía, el tiempo y el desorden, me siguen persiguiendo, igual que cuando caí en la pesadilla del estudio de las Ciencias.







Sin duda, somos viajeros en el tiempo.
No hay más que ver cómo hemos cambiado desde que cabían en las palmas de las manos



  



domingo, 2 de diciembre de 2018

LA SENTENCIA DE MUERTE DE OSIP MANDELSTAM

Мы живем, под собою не чуя страны
Vivimos sin sentir nuestra tierra bajo los pies.

La primera vez que vi el alfabeto cirílico tenía mucha prisa; y lo hice cruzando una de esas fronteras imaginarias que pintaron cuatro locos estafadores sociales que se abrazaron a los más feroces nacionalismos en el corazón de Europa. Yo maldigo a los cuatro y a la chusma de caciques de cuello muy fino que los aconsejaban y los acompañaban y que sólo buscaban favores para su propio beneficio. Yo los maldigo a los cuatro que nos hicieron vivir sin sentir la tierra bajo nuestros pies. Sabiendo que a todos; con la misma piel, la misma sangre y el mismo origen y linaje; sólo nos diferenciaba el lugar de la línea donde cada uno se había situado, con voluntad o sin ella, para recibir la muerte.

Con estos increíbles signos cirílicos, me dije mientras miraba extasiado el cartel azul agujereado a balazos que indicaban que estábamos entrando en una nueva República, escribió Mandelstam, sobre una pared poco antes de morir camino del Gulag, los mejores versos que puede escribir un poeta mientras se le acerca la muerte: ¿será posible que yo exista realmente, que esto que llega es la muerte? Esa pared debiera de haberse convertido en Patrimonio de la Humanidad.

Osip tiene mucho frío y la ve venir, desnuda, como él se siente y la siente; que desnudos siempre nos ha llegado la mayor dicha y la mayor pena. Ya no aguanta más persecución ni más condena. La noche arada y negra, de los cercos de las estepas, se heló en los pequeños matices que mandan las estrellas. Tras el muro, el dueño, ofendido, va y viene con sus botas rusas.

El montañés del Kremlin parece que ha podido con él, con un maestro de las letras rusas que, como todos los poetas de la Unión Soviética, anda padeciendo el mayor drama que puede padecerse: su poesía no puede publicarse; no puede trabajar, salvo para contar las excelencias del realismo socialista ruso; ni siquiera con sus amigos puede declamar sus versos pues teme la delación.

El Epigrama contra Stalin sólo lo han oído doce amigos, no hay documento escrito, doce apóstoles de la poesía entre los que hay un traidor; pues ya lo tiene el carnicero oseta entre sus dedos gordos como gusanos, grasientos, y deja caer despacio sus palabras como pesados martillos, certeras, ¿este Mandelstam es verdaderamente un maestro de la poesía? Bujarin habla a su favor, y Pasternak; pronto, ellos serán también represaliados, que la libertad no vive en el hielo, ni encima ni debajo, ni llega de las montañas. Sus bigotes de cucaracha parecen reír y relumbran las cañas de sus botas.

Osip ha intentado suicidarse sin éxito. Marina lo hace. Y Maiakoski. Pasternak tiene a su amada Lara condenada a cinco años en el Gulag. Y Nikolái Gumiliov, poeta y marido de Anna Ajmatova, ha sido acusado de conspiración y fusilado; y su hijo arrastra una pena de veinte años de trabajos forzados. Qué mal lleva la tiranía la poesía, sobre todo en Rusia. El de los bigotes de cucaracha ríe y como herraduras forja un decreto tras otro: A uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en la ceja, al cuarto en el ojo. Toda ejecución es para él una fiesta que alegra su amplio pecho de oseta.

Mandelstam sabe que su futuro está tachado por los dedos, como gusanos grasientos, del montañés del Kremlin porque sabe, inevitable, que el principal trabajo del poeta es no sucumbir ante la mentira. Deja de mantenerse firme porque ya conoce su futuro y se deja llevar a Kolymá como un cordero inocente muerto por los versos.  

Mientras Mandelstam desaparece camino del Gulag, ¡quién sabe cómo le llega la muerte!, Moscú son cerezos en flor y días marcados por las ejecuciones.

En eso pienso cuando veo un cartel en cirílico mientras atravieso una nueva frontera, que han pintado cuatro dementes estafadores sociales que se abrazaron a los más feroces nacionalismos en el corazón de Europa. Мы живем, под собою не чуя страны, Наши речи за десять шагов не слышны; Vivimos sin sentir la tierra bajo nuestros pies, nuestras palabras no hay quien las escuche a diez pasos.

Nada sé de Mandelstam desde ese día. Creo que es hora de empezar a perseguirlo, ¡yo también voy a perseguirlo!, pues el jardinero soy y soy la flor. En esta cárcel del mundo no estoy solo. No hay nadie que no haya vivido como una hoja en blanco. Sobre todo ahora que he visto por primera vez palabras en cirílico.

Tras arrancarme los mares, la fuerza, el vuelo, y atar mis pies al peso de vuestros desfiles de acero. ¿Qué habéis logrado?. Una perfecta nada. Mis labios temblorosos no me los podréis arrancar.




viernes, 9 de noviembre de 2018

JUDAS, ENTRE BORGES, AMOS OZ Y LA BELLA JERUSALEM



Ser lector confeso de Niels Runeberg no podía depararme más que desasosiegos y algún que otro encontronazo con los discípulos de Irineo de Lyon, valedor de la uniformidad del cristianismo, o con los partidarios de Basílides de Alejandría y de Carpócrates que creyeron en la transmigración del alma desde el hombre al animal a través del pecado.

Ser Cristo o ser Judas, no hay más alternativa para un Dios; no hay más supremo sacrificio. Runenberg lo vio claro, a la tercera tentativa, antes de que se lo llevara un aneurisma mal cerrado: Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas.

No hay personaje con más aristas en la historia del ser humano, de tan vasta complejidad e infinitos matices. Un personaje soñado por el escritor más omnisciente posible: Dios; que probablemente no necesitara para redimirnos de la delación, ni de ser señalado con un beso, ni del empujón definitivo hacia el Gólgota de su apóstol más querido, el Judas, el hombre maldito.

Sigo al Cristo, y a Judas, desde siempre. Incluso cuando alguna vez los he abandonado, los he seguido. ¿Pero cómo que abandonas? ¡Jesús en una perspectiva judía! ¡Seguro que se abrirá ante nuestros ojos un terreno fértil nunca visto! ¡En el Talmud! ¡En la Josefta!¡En el Midrash! ¡En la tradición popular! ¡En la Edad Media! Lo perseguí sin saberlo por el río Hasbani hasta el valle de Jule, soñando con ver una Jerusalén liberada de odios. Por eso, no podía dejar pasar la oportunidad de descubrir la casa de Joaquín Abravanel, en el callejón Rabbi Elbaz, Dios le dé fuerzas para decir que el Señor es justo.

Abravanel fue el hombre que se opuso a Ben Gurión, tal vez no sabía o se inclinó hacia la segura derrota, que ante cualquier situación de violencia o crisis siempre, desde el inicio de los tiempos, es provocada una fuerza centrífuga que empuja a todas las sociedades, individuo a individuo, a los más feroces de los extremos que siempre se simplifican en dos, a cual más violento.

Shaltiel Abravaniel no dudó en decir entonces que el camino que habían elegido el camarada Ben Gurión y otros tantos conducía sin remedio a una guerra sangrienta entre los dos pueblos, aunque siempre creyó que todavía existía un resquicio para lograr un compromiso histórico. Debido a eso, fue apartado del Consejo y del poder por los halcones; si en esas crisis no te deslizas a uno de los extremos, a una de las alternativas enfrentadas, estás muerto civil y políticamente; por eso, es raro que suenen voces disidentes buscando la paz. Shatiel creía que él era un sionista, de los pocos que no estaban ebrios de nacionalismo, él apostaba por un camino distinto, sabía árabe desde pequeño y le gustaba mucho rodearse de árabes en la vieja ciudad.

Voz que se oye disidente con la guerra, voz que rápidamente es ahogada con el asesinato, la cárcel o el exilio; Isaac lo sabe; así que no hay más remedio que ir al combate, a la lucha por la pureza del estado, por la separación, por la división provocada por un nacionalismo totalmente excluyente; con estados prisioneros de sus propias alambradas y muros, entre dos sociedades incendiadas ya sea en esa frontera de fuego entre Palestina e Israel, en el muro del desierto que presagia las pesadillas del oeste o en la gran laguna estigia en que se ha convertido el mar nuestro. Así nos tratan los nacionalismos. Queríais un estado. Queríais independencia. Banderas, uniformes, papel moneda, tambores y trompetas. Vertisteis ríos de sangre inocente. sacrificasteis a una generación entera. Expulsasteis a cientos de miles de árabes de sus casas. enviasteis barcos llenos de inmigrantes supervivientes de Hitler directamente desde el muelle a los campos de batalla. todo para que hubiese un estado judío. Y mirad lo que recibisteis a cambio.

Abravanel pensaba que era mejor vivir como una comunidad mixta, pensando que había suficiente espacio para las dos. O como una combinación de dos comunidades donde una no amenazaba el futuro de la otra. Quizá tuvierais razón y no era más que un ingenuo. Al parecer así les va mucho mejor a todos los reconcomidos por el odio y el veneno; ya sea en Israel, o en aquellos otros lugares donde una simple mano mortal traza una frontera.

Y yo que simplemente iba buscando a Judas, que siempre pensó que él era ese hombre indispensable para la salvación del género humano; que fortaleció el espíritu del Cristo después de verlo caminar sobre las aguas, convertir el agua en vino, curar leprosos, expulsar demonios resucitar muertos; que pronto supo que era necesaria su pasión para salvar a los hombres y a las mujeres del pecado. Es Por eso que se encargó de organizar la crucifixión, sin que le resultara en absoluto sencillo. Los romanos no tenían ningún interés en Jesús, aquella tierra estaba llena de lunáticos y profetas. Tuvo que convencer a la curia sacerdotal. tuvo que mover muchos hilos. Tuvo que aceptar él, un rico hacendado de Cariot, que le dieran treinta monedas. ¿Qué eran treinta monedas para él? Desde siempre sigo los pasos del Cristo y de Judas, viendo que en los dos está la mano de Dios.
Y yo que simplemente iba buscando a Judas, terminé por las calles de Jerusalén en casa de un descendiente de León Hebreo, conocido, en ese medievo que no termina nunca, como Judah Abravanel, hablando de la violencia, de la guerra, de la insolidaridad, de los nacionalismos. 


domingo, 28 de octubre de 2018

LA BANDERA DE VALENCIA, BUSCÁNDOLA CON AUSÍAS MARCH

Nadie ignora que nunca voy a hacer un trabajo sin que me acompañe esa gente que tanto me soporta y sin un libro. Esta última misión, mi voluntad es ésta y sin sossiego, me llevó a Valencia; al convento de Santo Domingo, que no hay claustro sin magia ni libro sin arte, y a un paraje cerca de Lliria que llenamos de soldados, mariscales, cañones, caballos, corazas y corazones buscando una bandera: la bandera de Valencia.

Yo ya sabía que esa bandera estaba prisionera en París como botín de guerra, puesto que viví, muchos años antes cuando era un joven cadete, los combates de Zaragoza, defendiendo la plaza de Santa Engracia, y cuya historia escribí en un relato, que nunca vio la luz y que todavía conservo escondido en una carpeta de cartón azul custodiada por dos viejas gomas.

Si hay que ir a Valencia, me dije, no puedo dejar de ir a visitar a Ausías March, ese hombre con mano de hierro en el poder feudal y la vida; y con dedos suaves y alma serena para los versos; pues firme está su entendimiento, en cosa en que ninguno lo ha affirmado. No ignorábamos que los días de Valencia iban a ser duros y las batallas sangrientas, así que antes de comenzar el rodaje, vi de obligado cumplimiento visitar la catedral de Valencia y a Ausías March, en traducción de Jorge de Montemayor de la lengua lemosina, porque yo sabía que, con él, lo porvenir no miro, ni el passado.

Después de visitar la tumba del poeta, llegaba la verdadera misión que nos había llevado hasta allí: "Busquen la bandera de Valencia y tráiganla aquí, al Palacio de Buenavista, cueste lo que cueste".

Lo primero que hubo que indagar era dónde estaba la bandera; esa primera bandera roja, amarilla y roja que, en tierra, entró por primera vez en combate, guiando a las tropas españolas contra Napoleón. No fue difícil encontrar la réplica en el museo militar de Valencia, de manos un tal Planells, que comandaba un grupo de veteranos curtidos en más de cien batallas y tiempos. Pintada con trazos gruesos, me la enseñó: "Aquí está, ¿ves?, la cabeza del león parece la de un perro; debajo pintados los escudos del reino y de la ciudad de Valencia y más abajo el nombre del Regimiento que la portó como enseña durante la guerra de la independencia".

Yo busco la original, le dije, la que arramblada por las prisas de una nave del puerto y elegida por un pueblo levantado en armas, acudió en auxilio de Zaragoza, a combatir en Calparroso a los refuerzos que envió Napoleón, donde el Regimiento de Cazadores de Fernando VII fue casi aniquilado, refugiándose los pocos supervivientes de aquella batalla en Zaragoza para fajarse en su segundo sitio. Donde cayeron todos y también la enseña, esa bandera roja, amarilla y roja que el pueblo de Valencia hizo suya para luchar por su libertad frente al invasor, cayó en manos enemigas. Esa es la que busco.


Para la batalla, un viernes de madrugada comenzó el reclutamiento. Los combates tuvieron lugar el sábado y el domingo, sin descanso, arrastrando cañones, con lances a bayoneta y con cargas de caballería sin fin; pues tuve la suerte de encontrar a un tal José Antonio Esteban y ese escuadrón de centauros capaces de enfrentarse a una sólida formación de infantería en cuadro en la que los soldados de la primera fila aguzan sus bayonetas mientras que los soldados del resto de las filas disparan sobre las tropas que les atacan. Ninguno de ellos cedió en su empeño; ni atacantes ni defensores.

La lluvia no cejó tampoco; ni las tropas frenaron su empuje, hombres y mujeres que venciendo al tiempo volvieron a 1808, cuando los idiomas español y francés se hablaban con otros tonos y vocablos, y la tierra estaba pendiente de otra forma y otros sentidos.

El Regimiento de Cazadores, a veces llevaban las mismas caras que los franceses del mariscal Lannes, y los mismos corazones; empeñados en volver doscientos años atrás para buscar sin descanso esa bandera, lo de menos era si por la mañana llevábamos un uniforme de húsar francés o un cachirulo español y alpargatas con duende para manejar la pólvora y la bayoneta.

El libro de Ausías March, colección de autores hispánicos, que llevaba escondido en la parte trasera del pantalón me guardó de algún plomo que se escapó de veras. Agujereado lo llevo. Cuando había mucho cansancio acudía a él y no pude menos que garabatearle el guion a Luis Pelayo con unos versos del señor feudal de Valencia: "Lee el canto XIV y verás por qué no podemos cansarnos". Cansarse no podrá mi buen deseo pues nasce donde no hay jamás cansarse. No cesará lo meu egual talent puix móu de part que no 's cansa, n' esfarta. Pero no entiendo esta frase, esto no es Valenciano, me dicen los combatientes de Valencia. Claro que es Valenciano, les contesto, es Ausias March, en un lemosino puro, limado de artificios, es vuestro Valenciano de hace mucho tiempo. ¡Qué dificil era para ellos aprenderse de memoria estos versos! Para el coronel Cerveró fue imposible. ¡Venga mi coronel, que no conozco un oficial que no ande con un libro de de Manrique, Ausias o la  misma Iliada en la mesa de su despacho!

Aunque he de decir que Cerveró combatió como nadie y habló a las tropas con soltura cuando ya se oían los cañones franceses por la amura. Luis Pelayo fue el alma del rodaje; Ángel Manrique nuestro apoyo continuo; Manolo Lorenzo, un asesor infatigable; Dani, nuestros ojos en el cielo y Lidia en la tierra, junto con Ángel, María y la gente de Inteligencia. Y, ¡qué decir!, de esa asociación de recreación histórica del museo militar de Valencia que lucharon como nadie, a la bayoneta, en cuadro, en guerrilla; a muerte, por la bandera de Valencia; y la cuadra de los hermanos Esteban, ese tal José Antonio, que me volvió a recordar el viento que acerca un galope y las manos levantadas al aire de corceles que aprietan el trote a tu señal y el bufido en la última cabezada antes de sentir el acero en los ijares. Él sabe que todavía me debe un galope en Valencia, y sin duda iré a cobrármelo.

Lucharon como valientes y como valientes murieron; pero esa bandera cayó en manos enemigas y sabemos porque lo vivimos en los parajes de Lliria que las marchas fueron duras y los combates sangrientos. Bien sabemos ahora que la bandera está en París y puede que el próximo año sea esa nuestra misión porque jo sóc aquest que en la mort delit prenc, Puix que no tolc la causa per què em ve. Cierto, yo soy este que en la muerte encuentra placer, porque no rehuyo la causa por la que me viene.






domingo, 7 de octubre de 2018

LA FUENTE MUDA, LA HISTORIA QUE ME PERSEGUÍA


Hay historias que nos persiguen con la paciencia de una estrella y con la tenacidad de una gota de agua, capaz de persistir en su lucha contra una montaña hasta horadarla formando valles y cañones. Yo vivía cerca de la fábrica de hielo, justo en la boca del río, frente al cuartel de la Guardia Civil del Coto. Espere a la barcaza en el muelle. En una hora está aquí. El cuartelillo es aquella casa que se ve justo enfrente, entre las dunas y los pinos. ¿No hay nada alrededor? Sí, señor, está el Coto. Dunas, pinares, la vera, la anegada, las marismas, la laguna…

Desde que nací en una casa de marinos llena de mujeres, que contaban historias a todas horas, sin haber leído una novela; mi mundo imaginario ha sido cuanto las rodeaba a ellas; y esas vidas que mi abuela y tías abuelas contaban o se inventaban conformaban un universo lleno de personajes que tenían forma y palabra en la realidad, pero que la imaginación los dibujaba con pinceles de gloria para el futuro. Y hete aquí que nací en Sanlúcar en la casa que mi bisabuelo, el práctico de la Barra del río don Pascual Pareja, construyó en la calle del Teatro en 1917, aunque lenguas ladinas dijeron siempre que fue un regalo, a un fiel, del rey don Alfonso XIII.

Un destructor republicano y un mercante andan maniobrando en la barra del río. Han hecho fuego sobre los fortines y por ahí rolan todavía. El práctico fija sus ojos en el mercante. Ya ha vivido tres guerras civiles, ha cazado piratas y cree haber muerto, mereciéndolo, un par de veces. Se imagina que los barcos republicanos van cerrar la barra del río, hundiendo en ella un navío. Lleva dos días nombrado práctico de la barra, desde el 19 de julio de 1936. ¿De qué parte están los que siempre mandaron, Sebastián? Con el Alzamiento, capitán, le responde el contramaestre Sebastián Pantoja. El destructor dispara contra el mercante que previamente han llenado con hormigón y lo hunde. El mercante se llama Landford.  Cuando acaba el ataque, el práctico llega en su lancha con su segundo hasta la zona del hundimiento, se pasa todo el día lanzando sondas y cabos, y al poco dice para sí: “Son una auténtica calamidad. Han hundido el barco a un lado del canal, la barra sigue libre. No hay problema para que los navíos suban río arriba hasta Sevilla y abastezcan al ejército del sur". Y hete aquí que, desde niño, me persigue una historia de un bisabuelo, cazador de piratas y práctico mayor de la Barra del río. En estos parajes nunca se pide rescate; se solicita venganza o clemencia, esta última nunca concedida por la naturaleza, la ley ni por sus interpretaciones. 

Si yo te contara la historia de tu abuelo y de tu otro bisabuelo, me cuenta mi abuela Magdalena, la de Magdala. Informo a V.E. que Antonio Lima Bustamante, jefe de la estación de ferrocarriles de Sanlúcar-playa, es persona adscrita a los partidos del frente popular, figurando en el llamado Acción Republicana, fundido después en Izquierda Republicana, en las actas de cuyo partido aparece un vicepresidente con el nombre de Antonio Lima, sin segundo apellido, no pudiendo determinar si se trata de él o de su hijo llamado igual. No consta aunque se sospecha que pertenece a la masonería, y desde luego se dedicaba a la propaganda  de su política ensalzando la figura del Presidente Azaña, de quien era entusiasta. Y luego llegó la guerra, dice Magdala, y tu tío abuelo Diego de carabinero en Sanlúcar; y en medio un alzamiento en Marruecos. Y lo que pasó en el castillo de Santiago; y el río, el inconmesurable río del inagotable Sur. Y unos por un lado y otros por otro, y la guerra. Y hete aquí que me persigue otra historia.

Y luego, llega la tata Maruja con aquella historia del tonelero, que anduvo escondido después de la guerra no sé cuánto tiempo, que agarraron en Doñana bajo la tierra dentro de un tonel, y la de aquel médico que llegó de no se sabe dónde y acabó trinchando cuanto cadáver aparecía flotando por la desembocadura; incluso aquellos trozos informes de carne humana que aparecieron al albur de las olas en el coto, en la varenada y en el segundo meandro, y con urgencia los llevaron a la fábrica de hielo. El doctor Vaussell pasa toda la noche en la fábrica de hielo. Ha cogido mucho frío y lo lleva dentro del cuerpo, pegado al abrigo. El abrigo tiene un remiendo que hace mucho ruido porque le cruza la espalda, y que le ha cosido doña Pura. Si cobrara a todo el mundo, no estaría así, dice con gesto de enojo doña Pura; Andaría como un señor. El doctor no para de toser. El frío se le ha calado por la ropa hasta los pulmones. Doña Pura le pone una taza de caldo caliente con poca chicha.

Terminaré el informe en casa. Venga a verme personalmente antes de hablar con nadie, le dice el teniente. El doctor asiente con esa disciplina que les sale del cuerpo a los indefensos ante los poderosos y sale pensando que este mundo no está hecho para gente como él, que anda poco capacitado para eso que llaman la lucha por la vida. Don Melquíades lo aborda fuera de la fábrica y le dice lo mismo; No hable con nadie de sus conclusiones sin haber hablado antes conmigo. Y voy yo y lo cuento todo; ¡si es que no sé estar callado!

Y qué puedo hacer yo si todas esas historias, por culpa de cuantas mujeres vivían en la casa de mi bisabuelo, el práctico de la Barra del río, don Pascual Pareja, me persiguen con la paciencia de las estrellas y la tenacidad de una gota inacabable de agua.







domingo, 30 de septiembre de 2018

¡ÁBSALÓN!, ¡ABSALÓN!; CON FAULKNER, DUEÑO DEL CONDADO DE YOKNAPATAWPHA

Hace más de treinta años conocí al hombre más rico del mundo, no sólo dueño y único propietario del condado de Yoknapatawpha, sino además continuo vigilante en sus formas y en sus contenidos de la novela en lengua castellana desde que él parió ese condado de nombre impronunciable hasta el día de hoy. Metamorfoseador del boom latinoamericano, doblador de espinazos literarios a lo Thomas Sutpen con sus negros y con sus blancas; dios de un lugar donde personajes, desarrollo, peripecia y lance patético son devorados por el lenguaje mismo; autor, en lengua británica, capaz de domeñar con su sinuosa sintaxis a esos traidores, denominados traductores, que se pierden en la misma jungla sin principio ni final, y terminan por escribir nuevamente en otro idioma esa novela que quiere Faulkner.

¡Cómo no voy a aceptar que alguien como Faulkner me lleve al infierno!; un nuevo infierno sin anillos, sin rutas, perdido en la maraña de las palabras en el indómito Sur de la esclavitud, de la ambición, al sur, ese inmenso Sur, muerto desde 1865, poblado de fantasmas quejumbrosos, ofendidos, desconcertados. Se hablaban en un largo silencio de no-gente en un no-lenguaje.

Buscando ese infierno que conocí de oídas, me dirigí a la biblioteca que me cogía más a mano; y al inquirir por un libro de Faulkner me mandaron a la estantería BÑ-IV-33-D. Si me preguntan cómo me acuerdo de su exacta localización treinta años después, les diré que no es debido a que mi memoria sea prodigiosa, sino que esta semana decidí volver a tocar esas páginas y me fui a la misma biblioteca y, al preguntar por Absalón volvieron a mandarme a la estantería BÑ-IV-33-D.  Y allí lo encontré a él ese demonio se llamaba Sutpen, el coronel Sutpen. Que vino de no se sabe dónde y sin anunciarse, con una banda de negros vagabundos, y quiso regentar con el látigo una plantación. (Arrancó violentamente una plantación según dice la señorita Rosa Coldfield). La arrancó violentamente y se casó con su hermana Elena y engrendró una hija y un hijo. (Los engendró sin cariño dice la señorita Coldfield). Sin cariño, ellos que debían de haber sido su orgullo, el escudo y consuelo de la vejez. Pero ellos lo destruyeron, o algo así, o fue él quien acabó con sus hijos. Y murieron. murieron sin ser llorados por nadie.

Me desnudé allí mismo y le pedí pelea en aquel pestilente fangal lleno de alimañas que lindaba con el Ciento de Sutpen, y donde él forcejeaba, llenos de barro hasta la tonsura, con sus violentos negros que hablaban un idioma que no conocía nadie en Jefferson, y donde violentaba a sus negras creando esa estirpe paralela de demonios que llevaban su misma sangre. Le recordé cómo entró a caballo en la ciudad y adquirió aquella propiedad nadie sabe cómo, engañando a los indios Chickasaw, y se casó con Elena Coldfield. Había venido a la ciudad en busca de una esposa igual que hubiera ido al mercado de Memphis a comprar ganado o esclavos.

Sutpen, me miró sabiendo que él ya estaba muerto. Entré en la biblioteca vestido con mi uniforme de comandante, que lo tuve pegado a la piel doce años, y mencionándole que yo era uno de los que trabajó en el Mayor de Spain, aquella antigua pesquería donde Wash Jones le recordó a Sutpen lo que éste le había hecho a su pequeña Emily. Seguía teniendo su cara de arrogancia, cuyo pasado era un misterio. Le recordé que no había en todo el sur un hombre, mujer, negro o acémila que haya tenido la oportunidad de ser joven. Esbozó una pequeña mueca, que no terminaba de abrir a la sonrisa, era esclavo absoluto de su secreto, de su furiosa impaciencia, de la convicción, originada en su reciente mortificación, de que el viento volaba bajo sus pies.

Gracias a Dios esto es todo; al menos, ya lo sé todo. Cuando volví a recordarle que yo conocía los secretos de sus hijos Henry y Judith, que tuvo con Elena Coldfild, y de su hijo Charles Bon, que tuvo en Haití con Eulalia Bon, a la que repudió cuando supo que tenía ascendencia negra, se dio cuenta de que yo lo sabía todo. Charles, Amnon; Judith, Tamar; y ese Henry que como un incauto Absalón cayó en la maraña de significados y significantes que Faulker embroza en la jungla de la literatura. 

He vuelto a alistarme en el ejército confederado con el coronel Sartoris y ahí que ha aparecido el coronel Sutpen. He vuelto a oír el ruido y la furia de la guerra, mientras tenía el mejor de los caballos en una fábula y esperaba a que ella terminara de agonizar, sin saber qué pensó Emily de aquella rosa que recibió. He vuelto a pelear, aunque la razón me dijera lo contrario, por el inconmensurable Sur, para luchar durante cuatro años heroicos en defensa de las tradiciones y de una tierra que nos había visto nacer; por culpa de William Faulkner, dueño y señor del condado de Yoknapatawpha.











domingo, 9 de septiembre de 2018

EN PARIS-AUSTERLITZ, CON RAFAEL CHIRBES Y LA DESPEDIDA

La primera vez que pisé París, fue buscando a esa mujer que se peinaba a lo garçon y que me enseñó con no poco éxito a besar en la Gare d´Austerlitz.

Todo el que ha querido juntar letras, o llenar de trazos un lienzo, se fugó a París con poco dinero y mil encajes de ganas. He seguido por las calles de París a ese Sábato que se encontró con su existencia después de esquivar el gulag y el horror del átomo dislocado. He recorrido noches con él, con Óscar Domínguez; no hay suicidio comparable al suyo; con Wilfredo Lam, Benjamín Péret, o Tristan Tzara. 

He vivido las noches de París y whisky con Hemingway y Scott en la barra del Harry's Bar en Daunou, en un rincón de La Closerie des Lilas en Montparnasse y en la barra del hotel Ritz, moviéndome entre la megalomanía y la melancolía. Viví en el centro y luego en los extrarradios de París con Juan Goytisolo; sabiendo que siempre son más mágicas las historias de la periferia al centro que del centro a la periferia. Me fui de alquiler con Vila-Matas y Bartleby y compañía, sabiendo que París no se acaba nunca. En realidad yo iba detrás de la Yourcenar.

Me llené de Rimbaud y Verlaine hasta las trancas. Y con Sawa, entre iluminaciones en la sombra, viví la agonía de Paul Verlaine en su pobreza absoluta de la calle Moufetard. Paseé, en 1984 por la Rue du Pot de Fer, para pasar pasar un par de noches con George Orwell cuando trabajaba como lavaplatos. Y, desde luego, me tomé alguna copa con Faulkner, antes de cumplir los dieciocho, en el Hôtel d’Anglaterre, hoy Hôtel Luxembourg Parc, cuando me tomó la enfermedad de la literatura, después de tres lecturas seguidas del Ábsalon.

Y así hasta el infinito. Mucha culpa de mis sufrimiento la tiene París. Mucha culpa de ese sufrimiento que alivia.

Y, ¡de pronto!, en la calle Fernando VI, después de tantos años, me encontré con la estación de París-Austerlitz. aquella Babel, donde siempre naufragamos o nos salvamos en despedidas y encuentros sólo posibles en la Isla del Tesoro que fue nuestra juventud. París-Austerlitz, leo tras el cristal del escaparate de la librería, donde me enseñó a besar una mujer que se peinaba a lo garçon, porque en lo de amar sobran los adverbios, ni poco ni mucho, se ama o no se ama.

Cada mañana, de madrugada, para ir al trabajo siempre tomo la calle Fernando VI y, como un ritual, me paro ante los dos escaparates de la librería Antonio Machado, a leer los titulos y ver las portadas. de los libros. Y claro, cuando es una obra de Rafael Chirbes lo que ves y encima se titula París-Austerlitz, no puedes evitar coger ese tren esa misma mañana, sabiendo que lo que me esperaba era una triste despedida, porque de lo que se trataba era volver a la estación de partida. Que el movimiento de las agujas situadas a la salida del andén cambie la dirección del convoy y el tren recorra otros lugares, alcance otro final de trayecto.

No sé si la novela es autobiográfica de los años de Chirbes en París, o si sólo son retazos de sus vivencias y de esos amores de París que no duran. Lo peor era que lo había arrastrado a esa rutina objetiva, mero girar uno en torno al otro, devorándose cada vez con menos apetito. Un joven pintor que llega a París y un hombre mayor forjado a sí mismo en trabajos de acero; una enfermedad que en los años ochenta, sin tregua, no renunció a su trabajo de anegar de miedo las distintas pieles del amor y del placer. ¡Quién no tuvo miedo!: desde que detecté las manchas sólo volví a verlo una tarde, y aquel día procuré que no me tocara. Nada de flujos ni saliva ni contacto posible; no puedo abandonarme al mal, convertirme en una víctima. Quién puede pensar en envejecer juntos chapoteando en el pequeño estanque de los hábitos.

No es la enfermedad ni el doloroso futuro lo que te separa de Michel, es la falta de amor; lo encontraste cuando tú eras un perro abandonado, ahora el abandonado es él. Dices que verdaderamente no ha sido verdadero amor. ¿Pero, qué es verdadero amor?

Cuando cuidas a un ser querido, se supone que es él quien da no tú: atenderlo durante meses, cambiarle los pañales, lavarlo, peinarle el pelo que ralea; besar sus labios cuarteados o inflamados. Yo no sentía nada de eso; ya digo, le cambié los pañales un par de veces, pero nunca noté bondad cayendo sobre mí.

Ayer, como cada mañana paré junto a los escaparates de la Antonio Machado, en el de la izquierda, libros con voces de mujer; y en el de la derecha, novela negra que se ha convertido en el penúltimo refugio de la buena literatura en forma de novela. 



jueves, 2 de agosto de 2018

CELINE, VIAJE AL CENTRO DE LA NOCHE, SIN REMEDIO

Céline concentra su nihilismo en una obsesión antisemítica que fue ocasión de malhadadas adscripciones políticas, ocasionándole un exilio, terminado poco antes de su muerte.

Louis-Ferdinand Celine, un escritor al que yo nunca leeré, me dije mientras subrayaba, en el Tomo 3 de la Historia de la Literatura Universal, la breve reseña que hacía de él el catedrático José María Valverde. Ni siquiera voy a tener en cuenta que las primeras cuatrocientas páginas del Viaje al Extremo de la Noche (Voyage au Bout de la nuit) constituyan, en palabras del profesor Valverde, uno de los acontecimientos capitales de la prosa del siglo XX en Francia.

- Pero, ¡claro!, Celine, conforme uno va cumpliendo años va renunciando, cada vez menos, a que un escritor le muestre el infierno. No me importa lo canalla que pudieras haber sido con tus semejantes, ni los motivos que te llevaron a ello.

- No es verdad, la raza, lo que tú llamas raza, es ese hatajo de pobres diablos, legañosos, piojosos, ateridos que vinieron a parar aquí perseguidos por el hambre, la peste, los tumores, y el frío, que llegaron vencidos de los cuatro confines del mundo. El mar les impedía seguir adelante.

- Los míos cruzaron el mar, Céline, el del norte y el del sur; por eso sé que no se puede criminalizar una raza, que las llevamos casi todas en nuestra sangre; ni criminalizar un pueblo, que nosotros hemos vivido en todas las geografías a lomos de mercantes o de trenes, ni criminalizar a los bárbaros por no saber utilizar el uso sagrado del latín, del arameo o del árabe y sólo saben balbucear, un ba-ba-ba, incomprensible que es lo que los hace bár-ba-ros.

- Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. el resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza.

- Si es que esta lucha constante contra el capital y la usura os llevó Celine, ¿verdad Ezra?, al lugar más equivocado. Pero, bueno, esa misma lucha también condujo a muchos escritores de occidente a abrazar otra ideología opuesta que pronto se llenó de campos de concentración y gulags, y, sin embargo, todavía no han rendido sus cuentas al futuro.

Celine y yo teníamos en común la guerra, esa rabia de la hostia, tremenda, que impulsaba a la mitad de los humanos, amantes o no, a mandar a la otra mitad al matadero. Sólo conocía a pobres, es decir a gente cuya muerte no interesaba a nadie. Ese maldito punto común, la guerra, pudiera ser un buen principio para pedirle que me enseñara el centro de la noche; el lugar donde primaba ese oficio de dejarse matar, en el que no hay que ser muy exigente, hay que hacer como si la vida siguiera. Es lo más duro, esa mentira.
Primero, visitamos la guerra. No era Virgilio, pero Celine tampoco está mal para dar un paseo por los  anillos del infierno. Han quemado una casa cerca de la alcaldía y, además, han matado a mi hermanito de una lanzada en el vientre. Cuando jugaba en el puente rojo y los miraba pasar. ¡Mire!, !ahí está!

Sé que el resumen de todo es el dolor;  toda la sangre que derramada, rápido, deja de ser épica; porque la poesía heroica se apodera rápidamente de los que no van a la guerra y aun más de aquellos que está enriqueciendo de lo lindo. Pero era imposible sustraerse a la contienda, y volver a la paz como se vuelve, extenuado, a la superficie del mar, tras una larga zambullida.

- Esto es el infierno, Celine, el centro de la noche. Ya no quedó verdad alguna en la ciudad ni en el campo. La tristeza del mundo se apodera de los serses como puede, pero parece lograrlo casi siempre. Rechazo la guerra por entero.


- Si crees que el infierno sólo es la guerra, te equivocas. Ven conmigo a las colonias y verás.

- ¿Qué hay allí?

- Te parece bien un gobernador corrupto, violadores de niños, pederastas sin miedo, la explotación del débil, el abuso de la colonización, el latrocinio impune. Ve usted esos negros que nos rodean, hace 30 años vivían de la caza, de la pesca y de las matanzas entre tribus, ahora son mano de obra.

- Esto sí que es el infierno; y los látigos en las morenas espaldas.

- Sí, pero no creas que lo has visto todo. Embarca conmigo como esclavo y galeote en Santa Tapete y navega rumbo a Nueva York. La democracia de la caca ha llegado a Nueva York. El suplicio estético de los pobres es interminable.

- No parece un infierno tan grande, Nueva York.

- En África había conocido un tipo de soledad bastante brutal, pero el aislamiento en aquel hormiguero americano cobraba un cariz más abrumador aún. La vida esconde a todos los hombres en su propio ruido no oyen nada.

- Dentro de lo que cabe trabajando en la Ford no se está tan mal.

- Es como un cataclismo aquella caja infinita de aceros; y nosotros girando dentro, con las máquinas y con la tierra. Aquel olor a aceite, aquel vaho que te quemaba los tímpanos.

- Volvamos a París, entonces.

- ¿Qué vamos a hacer allí?

- Hemos encontrado un trabajo en un dispensario para tuberculosos y luego en un manicomio. Allí no les importaba que yo no hiciera milagros, ellos sólo contaban con la tuberculosis para pasar de la miseria absoluta a la miseria relativa de la pensión del estado. Una renta es como la miseria que dura toda la vida. Los ricos nunca llegan a comprender ese frenesí por la seguridad. 

-Lo primero que se aprende es que el dolor se exhibe mientras el placer y la necesidad dan vergüenza.

- Seguimos.

-Sigamos.

Moverse con Celine me hizo aprender rápido que el centro de la noche está en uno mismo y no importa donde viaje, se esconda o viva. Que el infierno yace justo debajo de la piel. De su piel y de la mía.




domingo, 15 de julio de 2018

EN LOS BESOS Y EN EL ARTE, NO BUSQUÉIS EN MÁS LUGARES

Desde pequeño he soñado con hormigas. Es en la vigilia donde creemos que vivimos la realidad; pero para mí, la realidad de los sueños eran las hormigas, y en la noche eran la realidad del horror.

Poco antes de comenzar el verano, los navazos se llenaban de hormigas; vivían en grandes agujeros con forma volcánica y en un infinito recuento de soldados defendían sus retorcidos laberintos subterráneos con tácticas defensivas prehistóricas que por su perfección nunca necesitaron evolucionar.

Mi primer contacto con animales fue con hormigas, hubiera preferido un tigre pero en los navazos del Cabo Noval nunca fueron tiempos de acariciar animales dormidos. Después, por motivos familiares, he andado rodeado de perros, gatos y pájaros la mayoría de los cuales llegaron a casa porque, de mano de dueños con poco alma, fueron abandonados, maltratados o habían caído enfermos.


Le debo mi primer contacto con animales y mi primera pesadilla, a las hormigas. Los tollos, los navazos y la marisma seca no eran lugares para contemplaciones. No era difícil ver una rana muerta, un pajarillo putrefacto, una serpiente deslomada, una rata de agua con la barriga abierta o una cigarra que no superó el invierno recubiertos de hormigas: las poderosas hormigas. Cuando las veías sobre tu cuerpo ya era tarde.

Yo soñaba con hormigas atravesando las dos puertas divinas que canta la Eneida, la de marfil y la de cuerno; y sabía que si al abrir los ojos las hormigas te estaban rodeando por todos lados la única defensa era el agua, aunque mi madre me metía el miedo en la sangre, hablándome de los tollos; porque. como todo el mundo sabe, las arenas de los tollos eran movedizas y te tragaban para siempre. Aunque, cuando yo lo probé tirando al tollo que había junto a mi casa a un ratón y un gato, ambos salieron nadando y sin una pizca de frenada en su salida. "Eso es porque pesan poco y son pequeños y sus patas apenas tocan las arenas del fondo. Tú jamás te acerques a un tollo las arenas te tragarán".

Nunca se lo dije a mi madre; pero si alguna vez me llegan a rodear las hormigas, me hubiera tirado al tollo. La muerte ahogado en un tollo no puede ser comparable a la sufrida por mordeduras de millones de hormigas. Mi madre nunca supo de mi intención. Tampoco sabía que yo había decidido obviar la maldición que planeaba sobre los navazos, como si de una montaña mágica del África se tratara.

Mi madre pronto se dio cuenta de que yo andaba más cerca del asilvestramiento que de la civilización. Abrió los ojos cuando una amiga con la que pasaba muchas horas de playa mientras los niños nos dedicábamos al marisqueo, le dio a leer a Gerald Durrell. Se le iluminó la conciencia y pensó que había que cambiar de casa:

Mamá dictaminó que yo estaba en estado salvaje y que era necesario procurarme alguna instrucción. Pero cómo encontrar semejante cosa en una remota isla griega? Como era habitual cada vez que surgía un problema la familia en pleno se lanzó con entusiasmo a la tarea de resolverlo.


-Tiempo tendrá de estudiar -dijo Leslie-. al fin y al cabo sabe leer, ¿no? Yo le enseño a disparar y si comprásemos un bote le enseño también navegación.

-Pero, querido, eso no le sería lo que se dice muy útil el día de mañana -señaló mamá, añadiendo vagamente-, a menos que ingresara en la marina mercante o algo así.

-Yo creo que es esencial que aprenda a bailar -dijo Margo-, si no quiere ser uno de esos horribles zangolotinos pavisosos.

-Sí querida, pero ese tipo de cosas más adelante. De momento lo que le hace falta es una mínima instrucción  en matemáticas y francés....sin olvidar que su ortografía es aterradora.

-¡Literatura! -dijo Larry con convicción-: eso es lo que necesita, una sólida base literaria. Lo demás lo irá adquiriendo de paso...

Pero, para mí lo mejor, era seguir a Gerry, un niño de diez años, en su estudio de la fauna de la isla de Corfú y la envidia que me dio el que él aprendiera griego tan fácilmente y yo no. Si alguna vez me hago con un mochuelo lo llamaré Ulises, si es gaviota Alecko y si es una salamanquesa Gerónimo... me traen esos nombres tan buenos recuerdos.

En aquellos tollos estaba el país de Nuncajamás. Allí y en la Literatura; los dos lugares donde descubrí que sólo hay dos sitios donde una persona puede ser feliz: En los besos y en el Arte.

                                                  



domingo, 8 de julio de 2018

UN MÁGICO AJEDREZ QUE COMPRÉ EN MOSTAR


Esta historia es tan eterna como el tiempo, tan antigua como el ajedrez; y me acompaña, tallada en piedra de cuarzo, desde hace casi veinticinco años. Durante todo este tiempo la he tenido guardada en una caja blanca de poliestireno de las que se usa para mantener el frío, que yo pensé que era la más adecuada para aislar la magia. En esa caja voló desde Mostar hace casi un cuarto de siglo y la he tenido escondida en el altillo del armario de la habitación hasta la semana pasada, en que tuve que volver a aquellas tierras por coincidencias de un destino inapelable. La memoria, siempre disciplinada y sumisa con la determinada ventura, movió mis manos y mi corazón, en cuanto regresé a casa, para desencadenar de nuevo una guerra que es más antigua que el tiempo.

En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas. El tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ambito en que se odian dos colores.

Corría el año 1994, marzo, día 31; por primera vez tras el frágil acuerdo alcanzado por bosnio-croatas y musulmanes entrábamos con cierta tranquilidad en la ciudad vieja de Mostar; el puente destruido, las casas sin techumbre y las calles con rasgaduras y señales inequívocas de haber sufrido un bombardeo de más de 3.000 granadas de morteros diarias. Nos dirigíamos, destino al Mostar Este tomado por los croatas, cruzando la pasarela provisional, que habían colocado los soldados españoles, en sustitución del viejo puente volado por las fuerzas del HVO.

En una estrecha calle sale de una casa, desatrancando una puerta, un hombre que porta una enorme pipa de fumar con ruedas, pintada con infinitos colores y del tamaño de su altura; con clara intención de hacer negocio con ella: "muy barata, doscientas maracas". No era cuestión de precio; es que llevar el fusil, con el dedo cerca del gatillo en una mano, ir perfectamente uniformado y, por contra, arrastrar con la otra mano esa pipa para tabaco, de ese tamaño, tan coloreada, rodando por las calles de Mostar no era una opción que ninguno de nosotros pudiera contemplar. "No, gracias, no podemos arrastrar esa pipa hasta donde vamos". Me miró y me dijo: "para ti tengo algo especial, algo tan infinito como el tiempo". Inmediatamente pensé, aun sabiendo por su aspecto que no venía de Las Horcadas: "este tipo tiene El Libro de Arena o un ejemplar único del infinito AlCorán, que es uno de los atributos de Dios".

Entró nuevamente en la casa. Desde la puerta se veía que carecía de techo debido a los bombardeos, que los muebles habían ayudado a pasar un duro invierno; y que ya no había ninguno que pudiera socorrerle cuando se acercara algún frío día de primavera. Rápido, temiendo que nos fuéramos, regresó sosteniendo en sus manos una manta anudada, que cascabeleaba con cada paso. "Esto es para ti. Viene de una guerra infinita, como tú, como nosotros, abrirlo es desatar el encono entre dos colores que no se amarán nunca". 

Para mí, demasiadas pistas. No había duda de que era el ajedrez con el que se inició todo: En el Oriente se encendió esta guerra, Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra. Como el otro, este juego es infinito. Desanudó la manta y pude ver un tablero de ajedrez, hecho en piedra y, metiendo la mano, toqué las piezas que parecían brillantes piedras preciosas al reflejo de la luz del atardecer. No tuve dudas. Era el original ajedrez infinito con el que desde el principio de los tiempos se batalla en todo el orbe. No quise regatear. Pagué por él las trescientas maracas que me pidió, una fortuna en aquellos tiempos, y como si fueran las llaves de la guerra y la paz lo guardé en mi mochila, con la idea de  llevármelo de allí y guardarlo para siempre, escondido en un altillo entre mantas y sábanas.

Me despedí de aquel hombre, no sin antes preguntarle su nombre y desearle mucha suerte en lo que quedaba de guerra. Seguro que la suerte le iba a hacer mucha falta; aunque yo supuse que la paz en Bosnia ya estaría cerca; pues la magia había conseguido ahora a otro incauto, tal vez de la misma forma que lo atraparon a él, para que se hiciera cargo de ese ajedrez portador de una batalla infinita; Cuando los jugadores se hayan ido, cuando el tiempo los haya consumido, Ciertamente no habrá cesado el rito.

- ¿Cómo te llamas?- le pregunté.
- Omar, mi nombre es Omar-, me respondió
- ¿Omar?- me sorprendí.
- Sí, Omar.

No quise preguntarle el apellido porque yo sabía que la sentencia era de Omar, También el jugador es prisionero, (la sentencia es de Omar) de otro tablero, de negras noches y de blancos días. Temía tanto que su apellido fuera Khayyam, que me despedí arrepintiéndome de haber pasado por allí ese día y de haber comprado ese ajedrez, porque entendí que no hay magia que no mueva nuestros pasos y que no somos conscientes de que la mano señalada del jugador gobierna nuestros destinos y no sabemos que un rigor adamantino sujeta nuestro albedrío y nuestra jornada. Esa guerra, aquellos días, esa orden de pasar por esa calle, ese hombre, descendiente de Omar Khayyam; todos esos pasos no tenían otro fin que sacar, de aquel país y de aquella guerra, ese ajedrez de piedra tallada por viejas manos otomanas, Dios sabe cuándo, y yo fui su instrumento.

Lo escondí como mejor supe, aunque siempre sentí que seguía latiendo en el fondo de aquel armario, vivo para la guerra; Adentro irradian mágicos rigores las formas: Torre homérica, ligero caballo, armada reina, rey postrero, Oblicuo alfil y peones agresores.

He vuelto a Sarajevo y Mostar, veinticinco años después, ciudades tan cosmopolitas y bellas, tan llenas de vida, en la mañana y en la noche. Y al volver a casa pensé que no hay que hacer tanto caso a las señales, indicios o designios que uno siente; así que he creído que los veinticinco años que mi ajedrez de cuarzo ha vivido dormido son suficientes para que la magia haya desaparecido.  Lo he desenvuelto con cuidado y lo he puesto sobre una mesa; y de nuevo hemos empezado la infinita guerra que comenzó en Oriente y ahora ocupa toda la Tierra. Lo peor de todo es que aunque hace años que abracé, seguramente para bien de mi tranquilidad, el positivismo y me declaré ajeno a cualquier tipo de magia o sortilegio, sospecho que no hay respuestas para todo, porque Dios mueve al jugador y éste la pieza. ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza, De polvo y tiempo y sueño y agonía? 

Mientras tanto Jorge y yo hemos empezado a jugar un eterno ajedrez infinito. Pero, ¿y si aquel hombre se hubiera apellidado Khayyam, Omar Khayamm?

Ya es tarde. Ayer dimos comienzo a otra guerra eterna.