Que a Chaves Nogales hay que
fusilarlo es evidente; porque qué se puede hacer si no con un pequeñoburgués
liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria, trabajador
intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista
heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, comenta con ímpetu
un joven anarquista, recién incorporado a la checa de Bellas Artes.
Que a Chaves Nogales hay que
fusilarlo es evidente; porque qué se puede hacer con alguien que se ha comprometido
a defender la causa del pueblo contra el fascismo y se ha convertido en el
camarada director al frente de un periódico gubernamental que ha llegado a
alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana; y que
se ha puesto al servicio de los obreros como antes lo había estado a las
órdenes del capitalista, dice, mientras se ajusta el correaje, un joven
falangista que ha preferido, para exponerse menos, la vengativa retaguardia en
Burgos a las trincheras.
Mientras tanto, Chaves Nogales,
sin que pocos lo sepan, ha salido de Madrid y se dirige a Barcelona; aunque
tiene puestos sus ojos y su pesimismo en París. Repudia por igual las etiquetas
de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo que el desapercibido hombre celtíbero
anda absorbiendo ávidamente. Corre el año 1937. No, no corre; se arrastra. Le
repugna la humana carnicería que ha traído la guerra; los espíritus fuertes dirán
seguramente que esta repugnancia es un sentimentalismo anacrónico. Es posible.
Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del que puede
y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la
que la moral al uso pueda darle, quiso, ni más ni menos, que
permitirse el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un
español quizá sea éste un lujo excesivo.
Después de todo el tiempo
transcurrido, creo que ya nunca se escribirá la novela definitiva de la última guerra
civil española; sin embargo, sí que el Arte con mayúsculas la ha iluminado y
fijado para siempre a través del relato corto; y ese arte, sin duda, será lo
único que quede cuando el tiempo queme a sus protagonistas y a los
historiadores, tal como viene ocurriendo a lo largo y ancho del mundo desde que
las primeras pinturas rupestres fueron trazadas por mano humana.
No fue el azar quien provocó que
mi primer acercamiento a la última guerra civil española llegara de la mano de
Francisco Ayala y La Cabeza del Cordero;
en este caso puedo nombrar a mi profesor de Literatura, el gran don Ramón, el
de las barbas de chivo, como principal culpable. Muchos años después, mi
hermana Tai me acercó un libro de relatos cortos titulado Los Girasoles Ciegos de un autor para mí desconocido de nombre
Alberto Méndez, que le debe demasiado, según creo, a esos cuentos de Ayala:
“toma, Norberto, a ver si aprendes a escribir relatos, que Borges te tiene
demasiado abducido”. Y, por último, en una biblioteca cuartelera de esas que
siempre tuve muy a mano, me tropecé con una cuidada edición de Las Armas y Las Letras, Literatura y Guerra
Civil (1936-1939) de Andrés
Trapiello; donde por primera vez leí el nombre de Manuel Chaves Nogales.
Chaves Nogales, el que defendió
la República como un burgués liberal, aquel que creyó que su sitio estaba en
ninguna parte, pagó un precio caro: el olvido, el desprecio y la postergación más
absoluta por ambas partes; porque no debemos obviar que la violencia siempre
simplifica cualquier número complejo a dos con una fuerza centrífuga que
siempre provoca un gran vacío en el centro y una abundancia de militantes en
los extremos, o estás conmigo o contra mí. Y si llega un momento en que no
puedes estar con nadie, porque te has hastiado de sangre; pues claro se
paga caro, desde luego, el precio hoy por hoy es la patria. Pero la verdad,
entre ser una especie de abisinio desteñido, que es lo que le condena a uno el
general Franco, o un kirguís de occidente, como quisieran los agentes del
bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar
por el mundo, por la parte habitable del mundo que nos queda.
En una pensión de Mountrouge, a
los pies de París, en esa pequeña parte habitable, por poco tiempo, comienza a
escribir en enero de 1937 su colección de relatos A sangre y Fuego, y un prólogo que duele a ambos bandos, ya que la
violencia siempre reduce cualquier número complejo a dos, o estás conmigo o
contra mí. Le tachan de desertor a la República; a él, que fue elegido Camarada Director del periódico Ahora por el Consejo Obrero que reemplazó,
en las horas de la guerra, a los antiguos dueños capitalistas, explotadores del
proletariado, y que permaneció en su cargo haciendo lo que sabía hacer,
escribir en un periódico:
Cuando el gobierno de la República abandonó
su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una
hora después. Mi condición de ciudadano de la República Española no me obligaba
a más ni a menos. El poder que el gobierno legítimo dejaba abandonado en las
trincheras de los arrabales de Madrid lo recogieron los hombres que se quedaron
defendiendo heroicamente aquellas trincheras. De ellos, si vencen, o de sus
vencedores, si sucumben, es el porvenir de España.
Desde luego, su colección de
cuentos tiene la mecha del arte como castigo, esa mecha que ha logrado
resucitarlo de los lugares escondidos muchos años después; porque presagiar con esas palabras a principios de
1937, en una oscura pensión de París, el resultado del derrocamiento de la República
tras el Alzamiento Militar, que se avecinaba como una eterna dictadura y que
iba a durar cuatro décadas, no se lo perdonan ni los unos ni los otros:
El
resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran
cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las
trincheras. Es igual. El hombre fuerte, el caudillo, el triunfador que al final
ha de asentar las posaderas en el charco de sangre de mi país y con el cuchillo
entre los dientes –según la imagen clásica– va a mantener en servidumbre a los
celtíberos supervivientes, puede salir indistintamente de uno u otro lado.
Desde luego, no será ninguno de los líderes o caudillos que han provocado con
su estupidez y su crueldad monstruosas este gran cataclismo de España. A ésos,
a todos, absolutamente a todos, los ahoga ya la sangre vertida. No va a salir
tampoco de entre nosotros, los que nos hemos apartado con miedo y con asco de
la lucha. Mucho menos hay que pensar que las aguas vuelvan a remontar la
corriente y sea posible la resurrección de ninguno de los personajes
monárquicos o republicanos a quienes mató civilmente la guerra.
Menos mal que esos personajes monárquicos
o republicanos resucitaron la democracia cuarenta años después, logrando que
las aguas volvieran a remontar la corriente. Hay quien esperó mucho más de esa
transición y quien esperó mucho menos.
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