sábado, 14 de abril de 2018

MARCIAL LAFUENTE ESTEFANÍA, UNA GRAN BIBLIOTECA DEBAJO DE LA CAMA

No hay más paraíso que los paraísos perdidos
Los Conjurados, Jorge Luis Borges

La primera gran biblioteca que yo vi fue la de mi tío abuelo Antonio Pareja. El tato Onio vivía en casa de su padre, mi bisabuelo, práctico mayor de la Barra del río; y que yo supiera no tuvo más trabajo que un par de semanas de avistador de las naves que enfocaban la Barra desde el castillo de Santiago y no más de diez días en el faro de Chipiona, de donde volvió con esa enfermedad desconocida que agarran quienes, como las sirenas, guían a los barcos, alejándolos o arrastrándolos, hacia las rocas. 

Mi abuela Magdalena decía que nunca estuvo bien de la cabeza, y ese fue el motivo por el que anduvo setenta años deambulando por la casa, dueño de una habitación, una cama, un armario de caoba con espejo, una palangana para lavarse, un váter y una silla de esparto; en la que leía su fabulosa biblioteca.

Yo en aquel momento sólo era dueño de una cartilla de lectura, con el dibujo de un niño sentado junto a un pupitre y las cinco vocales rondando su cabeza. Pero él, bajo la cama tenía, al menos, cien o más libros con las portadas llenas de pistoleros, indios, soldados con sables y revólveres y salones en los que siempre había alguna refriega entre gente brava. 

Cuando yo todavía no sabía leer, y me imaginaba que él andaba rezando latines en la iglesia de la Capillita, entraba en su habitación, me tiraba al suelo y metía mi cuerpo bajo la cama para llegar a su prohibida biblioteca; y me quedaba, con cara de soñador, evocando las portadas mágicas que la habitaban: Winchester 73, Silver Kane, Jefe de Caravanas...

Para mí, tener acceso a ese vetado lugar, era mi victoria; y cuando él, cada tarde, sacaba su silla de esparto a la antesala y se sentaba rodeado de macetas de pilistra a leer a Marcial Lafuente Estefanía; yo, al volver del colegio, sólo traía la inquietud de comprobar si reconocía al pistolero que desenfundaba en la portada del libro y que en ese momento mi tío abuelo Antonio estaba leyendo.

Sólo yo sabía que días antes, como un vulgar ladrón de tesoros perdidos, lo había sacado a la luz sin que él lo supiera de debajo de su cama.

Cada tarde cuando entraba por el zaguán y lo veía al fondo, enseguida le pedía que me contara de qué trataba la novela y cómo se titulaba. Y él me respondía con esa superioridad que establece la gruesa línea de la lectura, sabiendo que yo todavía no leía:

Esta novela se llama Jefe de Caravana. Steve y Leo Burton se preparan para ir desde Nueva Orleans hasta Virginia City en Montana. Recorrerán el Misissipi y el Missouri en un barco de mercancías y Leo se enamorará de Maisy, una chica de salón a la que salva. Llegarán hasta Fort Pierre donde saldrán en caravana hasta Virginia, trotando por una región infectada de siux.

Para mí era suficiente. Esa misma tarde, cuando él se fuera a misa de siete a la Capillita, yo entraría en su habitación; y como esa novela, de la que me había hablado, era la que debía estar encima de todas en el montón debajo de su cama, la cogería y viendo en la portada a un vaquero, revólver en mano, detrás de un carromato, sabría que él es Leo Burton y que cerca está la señorita Daisy, mientras viajan entre mil peligros a Virginia, al salvaje Oeste.

Yo siempre pensé que Virginia, Montana, Missouri y el Misissipi quedaban ahí al lado, justo debajo de la cama de mi tío abuelo, donde habitó una vez la mayor biblioteca que hasta entonces yo había conocido, aunque todos sus libros fueran del mismo autor: Marcial Lafuente Estefanía.

domingo, 8 de abril de 2018

LA VIDA DEL CAPITÁN ALONSO DE CONTRERAS,


No eran tiempos fáciles, ni tiempos de misericordia. Quien los vivió, lo supo. Al maese de Campo que era un caballero del Hábito de Calatrava, que llamaban don Andrés de Silva lo cogieron vivo y, sobre quien le habría de llevar, le cortaron por medio, vivo, para dar a cada uno la mitad, que fue lástima cuando le oímos gritar. A los muertos cortaron las cabezas y quemaron los cuerpos, y a los que cogieron vivos les pusieron a cada uno una sarta de cabezas y una pica en la mano con otra cabeza hincada en la punta, y de esta manera entraron en Túnez triunfando. Fue una triste jornada, que así las gastaban los moros.

No, no eran tiempos fáciles, ni tiempos de misericordia, y el capitán Alonso de Contreras fue un hombre de su tiempo; aunque hay que decir en su descargo que nadie consiguió escapar de ellos; y eso que camino de Madrid, a unas siete leguas entró en cuenta consigo y resolvió irse a servir al desierto a Dios y no más corte ni palacio. Pero ni sirviendo a Dios lo dejan a uno tranquilo y allá que lo tratan como a rey de los moriscos planeando una rebelión en el Moncayo; por unas armas con las que topó en Hornachos. Decían: éste es el rey de los moriscos, miren la devoción que andaba en la tierra; y otros decían mil disparates y al final metiéronlo en la cárcel; y temió que le dieran garrote fuera de lugar, suerte que el Corregidor presto halló la verdad, con certeza o sin ella.

El Corregidor sabía que don Alonso de Contreras tuvo, hacía ya mucho tiempo, que andar presto a alistarse con catorce años al ejército de Flandes a servir al rey el año 1597 por un quítame allá esas pajas, cuando sajó con un cuchillo de las escribanías y dio buen consejo a un chaval, hijo de un rico comerciante hasta dejarlo en manos de la gloria. Y qué se puede hacer en el Ejército de Flandes o sirviendo en galeras contra el turco más que golpes de mano, tráfico de cuerpos y de almas, algún saqueo y sablazos a diestro y a siniestro ya fuera contra berberiscos o contra el inglés, que no faltó de nada en su vida, como cuando a sir Walter Raleigh, que en tierras inglesas tienen por costumbre entregar el título de Sir a los piratas, lo puso en Puerto Rico a la brecha, volvióle la proa, arboló sus estandartes y empezó a dispararle y ellos a él; y pronto el inglés se dio cuenta que eran bajeles de armada y no mercantes que andaban en su busca con lo cual se fueron, evitando cruzarse con el capitán.

Pero donde de verdad don Alonso de Contreras ganó doblones fue en sus rapacerías contra el turco, embarcado en las galeras de Pedro de Toledo, haciendo esclavos con cuantos bergantines se topaba o en la toma de las ciudades, vendiendo carne de hombre, mujer o niño en los mercados del Mediterráneo, como buen soldado de la época, que no fue mejor ni peor que ninguno de ellos. En la Mahometa arrancó de sus casas tras la violenta conquista a todas las mujeres y niños y algunos hombres porque se huyeron muchos. Entraron dentro y saquearon, pero mala ropa, porque son pobres bagarinos, embarcamos seiscientas almas y la mala ropa, con que nos volvimos a Malta contentos, y gasté lo poquillo que se había ganado, que las quiracas de aquella tierra son tan hermosas y taimadas que son dueñas de cuanto tienen los caballeros y los soldados. O bien recuerdo aquel otro día en que pasaba un garbo con diecisiete moros y moras; y no se le escapó ninguno y echó al fondo al garbo, para tomar rumbo a Malta donde fue bien recibido y diósele lo que le tocaba de los esclavos.

No, a don Alonso de Contreras no le faltó de nada para ser un hombre de su tiempo: atrapó en Lampedosa al famoso pirata Caradalí; por una infidelidad mató a su esposa y a su amante cuando los halló yaciendo juntos, que el destino anda ciego con los sobrados de valor y no escatima ni una oportunidad al desenfreno y la violencia; casi lo ahorcan por espía en Borgoña; a punto estuvo de ser envenenado dos veces, una en Roma y otra en Osuna que la envidia es abono sobrado en los cobardes; y lo pelea contra una erupción del Vesubio cuando atracaba en Nápoles.

Yo a Alonso de Contreras ya lo conocía de sus días en la casa del señor don Lope de la Vega, el dramaturgo, cuya buhardilla habitó un tiempo que anduvo en Madrid alquilando por algún doblón su espada y su valor a gente que le faltaba o destreza o reaños para hacer ese sucio trabajo de levantar higadillos en plena calle. Pero donde de verdad se me apareció fue en un sótano de una vieja librería en un antiguo volumen forrado de cuero en el que está relatada por su mano La Vida, Nacimiento, Padres y Crianza del Capitán Alonso de Contreras, junto con la obra de Alonso Gerónimo de Salas Barbadillo, La Hija de la Celestina. Las dos al precio de un euro. 

Es por eso que sé de buena tinta que el capitán Alonso de Contreras no era el más honesto de los hombres, pero era un hombre valiente.

domingo, 1 de abril de 2018

EL AMOR DE TODA UNA VIDA


No recuerdo un día de mi vida en que no estuviese enamorado.

Siempre he creído que uno aprende a leer y a enamorarse a la vez, y que la palabra navega por el corazón junto a las hormigas, exclusivamente, para dar forma a los más escondidos sentimientos; y es por eso que la poesía y la música es la ciudad fortificada sobre cuyas seguras murallas empezamos a caminar con el corazón en la mano. 

Cuando aún no conocía a Garcilaso ni sus amores perdidos por doña Isabel de Freyre en Portugal, siendo yo un niño de pantalón corto, lo imité soñando con María, la portuguesa. En los juegos que protagonizan los niños bebí de su respiración, toqué sus manos, rodamos por el césped de la casa donde vivía en un juego de fuerza donde nunca salí triunfante y curábamos las heridas de nuestras rodillas con esa saliva salvadora que perdona cualquier caída. Una tarde, toda la familia se marchó buscando otros destinos, y María, la portuguesa, quedó como un recuerdo. Escrito está en mi alma vuestro gesto, y cuanto yo escribir de vos deseo, vos sola lo escribisteis, yo lo leo tan solo, que aun de vos me guardo en esto.

Seguí creciendo, siempre enamorado; y, de adolescente, fijé mis ojos en Encarnación, la única mujer cuya belleza se hizo carne para pasión ingrata de la mía. Si el corazón no es carne como lo demuestra el amor, sí lo es la belleza, ángel terrible, que bien pintada de formas y  contenido es capaz de embaucar los cinco sentidos de una persona. Así era Encarnación. Nunca dejó caer sobre mí una mirada, pero yo la soñé con los nombres de Laura, Beatriz, Heloísa, Altisidora o Laureola; y durante un tiempo hasta que marchó a Italia no imaginé un sueño sin ella: cuando estuve a punto de ser futbolista, cuando aquellos versos que escribí, en mi mente, podían competir con los de Claudio Rodríguez, cuando anduve por puertos y muelles llenos de oportunidades y peligros, cuando fui soldado en un país extraño; allí estaba ella siempre acompañada de Platón; siempre lejos. Esto lo sabe el mundo, pero lo que nadie sabe, es librarse de este cielo que en un infierno cabe.

Cuando las tierras italianas me libraron del infierno del amor que en poco cielo cabe, me llegó la misma cara de la moneda con Isabel, la bella Isabel Guzmán, que yo pinté con los colores que deforman la conciencia, la memoria y el tiempo en la novela La Máquina del Mundo que es, como nadie ignora, demasiado compleja para el entendimiento de un solo hombre. Isabel estaba trocada con los mismos elementos renacentistas que Encarnación; ojos azules, pelo rubio, dientes como el marfil y una sonrisa que lo devoraba todo, incluso a mí. Y entonces entendí por qué el Renacimiento fue más destructor que creador, tanto del pasado como del futuro. Tampoco recibí una mirada suya y terminé ciego, deseando que me llegara algún tipo de condena por seguir cegueras sin mancilla por lo que tanta bruma nos separa y hace del resplandor su maravilla; y esperando que el olvido, igual que antes había hecho su trabajo en Italia y en Portugal, lo hiciera ahora en tierras de Andalucía.

Regina era una mujer casada, como todo el mundo sabe, y también la pinté en La Máquina del Mundo, huyendo de Sanlúcar con Isabel, juntas y enamoradas, con la seguridad de que seguían por selvas infinitas, perdidas por mí para siempre.

Como ya nadie ignora, siempre he estado enamorado, yo creo que desde que aprendí a leer; y a menudo, tal vez a causa de un exceso de sensibilidad enquistada, necesité ser salvado por labios vencedores, sonrisas diáfanas, supuración del amor vano o por la caridad de otra piel que fue poco recompensada por mí. Esos labios me enseñaron, con Lorca, a pasar la mano sobre su blancura y para ver que nevada melodía se esparce en copos sobre su hermosura.

Miro hacia atrás, quitándome años, y recuerdo los besos que recibí acaso sin merecerlos: aquellos de una mujer con nombre de Zarina, Grande de Rusia, que decidió darme un beso a las puertas del Guadalquivir; y aquellos besos con el perfume de las Rosas en un amor fieramente no correspondido; y los besos de una ninfa recién salida del río y que volvió a él susurrando mi alegría a las Nereidas; y recuerdo aquellos fríos besos bajo las más impresionantes murallas del mundo que dieron Socorro a mi destino. Aunque como Luis Rosales, debo decir que no me he equivocado en nada, salvo en lo que más quería.

Como seguía siempre enamorado en una falla continua de sentimientos, llenos de absurdos desencuentros y errores de cálculo irreflexivos, decidí volver a andar sin voz en el amor. Pero eso, cuando el tiempo construye corazones es imposible; así que, sin buscarla ni desearla, cuando ya había tirado a la orilla del Guadalquivir todos los volúmenes de Pedro Salinas, apareció ella: Dima, de entre la tiniebla densa el mundo era negro: nada. Cuando de un brusco tirón, forma recta, curva forma le saca a vivir la llama. Ella fue capaz de todo eso, para la vida y para el tiempo; para el amor de toda una vida.

Dima, más dulce que el más dulce chocolate, que fue capaz de recoger mis trozos de aquella azotea de hospital, bajo la lluvia, que no era lágrimas sino puñales, porque yo venía tan malherido, tan malherido, después de amar a la hermosa mujer de los pechos cortados.